espantos de agosto
mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el
castillo eran más de las cinco,pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero
della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien
conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuandoregresamos para recoger ! las
maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron
unas antorchas enla cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde
la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las
puertas, los gritos felices llamando aLudovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a
quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó
encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirlesque no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de
la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no
tenían nada detenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques
insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la
pastora de gansos. Pero estábamos tancansados que nos dormimos muy pronto, en un
sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las
enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el marapacible de los
inocentes. «Qué tontería — me dije—, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos
tiempos». Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la
chimenea conlas cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del
caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no
estábamos en la alcoba de la planta...
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