Estado y ciudadano
Cuando se estudia la naturaleza particular de las diversas clases de gobiernos, la primera
cuestión que ocurre es saber qué se entiende por Estado. En el lenguaje común esta
palabra es muy equívoca, y el acto que según unos emana del Estado, otros le consideran
como el acto de una minoría oligárquica o de un tirano. Sin embargo, el político y el legislador no tienen en cuenta otra cosa que el Estado en todos sus trabajos; y el gobierno
no es más que cierta organización impuesta a todos los miembros del Estado. Pero siendo
el Estado, así como cualquier otro sistema completo y formado de muchas partes, un
agregado de elementos, es absolutamente imprescindible indagar ante todo qué es el ciudadano, puesto que los ciudadanos en más o menos número son los elementos mismos
del Estado. Y así sepamos en primer lugar a quién puede darse el nombre de ciudadano y
qué es lo que quiere decir, cuestión controvertida muchas veces y sobre la que las
opiniones no son unánimes, teniéndose por ciudadano en la democracia uno que muchas
veces no lo es en un Estado oligárquico. Descartaremos de la discusión a aquellos ciudadanos, que lo son sólo en virtud de un título accidental, como los que se declaran tales
por medio de un decreto. [84]
No depende sólo del domicilio el ser ciudadano, porque aquél lo mismo pertenece a los
extranjeros domiciliados y a los esclavos. Tampoco es uno ciudadano por el simple derecho
de presentarse ante los tribunales como demandante o como demandado, porque este derecho puede ser conferido por un mero tratado de comercio. El domicilio y el derecho de
entablar una acción jurídica pueden, por tanto, tenerlos las personas que no son
ciudadanos. A lo más, lo que se hace en algunos Estados es limitar el goce de este derecho
respecto de los domiciliados, obligándolos a prestar caución, poniendo así una restricción al
derecho que se les concede. Los jóvenes, que no han llegado aún a la edad de la inscripción cívica{63}, y los ancianos que han sido ya borrados de ella, se encuentran en
una posición casi análoga: unos y otros son ciertamente ciudadanos, pero no se les puede
dar este título en absoluto, debiendo añadirse, respecto de los primeros, que son
ciudadanos incompletos, y respecto de los segundos, que son ciudadanos jubilados.
Empléese, si se quiere, cualquiera otra expresión; las palabras importan poco, puesto que se concibe sin dificultad cuál es mi pensamiento. Lo que trato de encontrar es la idea
absoluta del ciudadano, exenta de todas las imperfecciones que acabamos de señalar.
Respecto a los ciudadanos declarados infames y a los desterrados, ocurren las mismas
dificultades y procede la misma solución.
El rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce de las funciones de juez y de magistrado. Por otra parte, las magistraturas pueden ser ya temporales, de modo
que no puedan ser desempeñadas dos veces por un mismo individuo o limitadas en virtud
de cualquiera otra combinación, ya generales y sin límites, como la de juez y la de miembro
de la asamblea pública. Quizá se niegue que estas sean verdaderas magistraturas y que confieran poder alguno a los individuos que las desempeñan, pero sería cosa muy singular
no reconocer ningún poder precisamente en aquellos que ejercen la soberanía. Por lo
demás doy a esto muy poca importancia, porque es más bien cuestión de palabras. El
lenguaje no tiene un término único, que nos dé la idea de juez y de miembro de la asamblea
pública, y con objeto de precisar esta idea, adopto la palabra magistratura en general, y llamo ciudadanos a todos los que gozan [85] de ella. Esta definición del ciudadano se aplica
mejor que ninguna otra a aquellos a quienes se da ordinariamente este nombre.
Sin embargo, es preciso no perder de vista, que en toda serie de objetos, en que éstos son
específicamente desemejantes puede suceder que sea uno primero, otro segundo, y así ...
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