Estudiante
Se santiguó cinco veces con el billete de mil dirigiendo su mirar nublado hacia el alto resplandor del mediodía. Era la hora del almuerzo pero prefirió quedarse extendiendo su mano a lo único que para él valía la pena en el mundo. Sus harapos nodaban la menor sospecha de que el viejo Asepio, reconocido mendigo de la Felicia, era millonario y no disfrutaba de su fortuna ni la invertía.
El atrio de la iglesia, ineludible a los culpabilizados que se compadecían de sí mismos y compadecían a los demás, resultaba más rentable que la jardinera de la Plaza de los Fundadores donde antes permanecía sentado con un líchigo bajo el brazo, parpadeandoconstantemente para ayudar a despertar la conmiseración.
Oprimía con su figura andrajosa, con su mirar suplicante, con su voz trémula y apagada, con su mano larga y raquítica que no vacilaba en levantar, con sus insultos cuando no le daban. Y a los más ingenuos les hacía exigencias cada vez mayores, inclusive una colaboración hasta de cinco mil pesos para comprarse un pollo y poder alimentar asu familia de lagartijas.
El reloj de la iglesia marcó las seis de la tarde. El viejo Asepio se fue camino de su caído rancho de tapia revestida de boñiga y techo de palmeras en la Calle del Níspero. Le abrió uno de sus nietos, al que no saludó. Se fue directo al comedor y empezó a bostezar.
—Hambre no es porque hace quince días me comí una mora —dijo, no sin humor.
Su desflecada mujerle sirvió una humeante sopa de arroz sin carne. El viejo Asepio la ingirió con parsimonia y lástima. Apenas el día se vistió de negro le ordenó a su mujer y sus nietos acostarse para economizar luz. Se dirigió a la pieza de rebujo. Sacó las llaves de un bolsillo de su raído pantalón. Abrió la puerta, prendió una vela, entró y le echó llave a la pieza.
Habían pasado dos horas y su mujer le tocó ala puerta para anunciarle que la nueva vecina había venido para ofrecerse en lo que pudiera servir. A pesar de que la vecina no estaba acorde con la costumbre, el viejo Asepio no se apartó de su secreta actividad, y cuando calculó que se había marchado salió de la pieza y le preguntó a su mujer en la cama:
—¿Y cómo se llama la que vino?
—Doña Matilde —respondió enojada su mujer.
—¿Yprestará platica?
Esta vez su mujer no contestó y se volteó contra la pared, acostumbrada a la misma murmuración de su marido cada vez que éste conocía a alguien.
El viejo Asepio se encerró otra vez en la pieza de rebujo y prosiguió con su actividad. A la medianoche salió de allí como un ladrón clandestino y por vez primera se percató de que las horas nocturnas ya no le resultaban suficientespara tan dispendiosa labor.
A su avaricia de ojos borrados y aspecto lastimero no le bastaba con el entierro que se había sacado treinta años atrás y que el buscador de tesoros Crispulo Buitrago, con su intuición de zahorí, habría envidiado. En aquel entonces la pala de uno de sus trabajadores tropezó con una caja de metal, y al ser informado de ello por el propio albañil, Asepio le hizo desviarla excavación:
—No siga por ahí. Siga por allá —le dijo señalándole con el dedo un lugar alejado.
En el menor instante en que vio la oportunidad de no ser visto, Asepio apartó tierra con un azadón y medio inspeccionó el cofre. Entonces supo que era enorme y sospechó que encerraba algo que cambiaría radicalmente su hilacha de vida.
—Ya pueden irse a almorzar —les dijo a los tres...
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