Etica
Jorge Edwards
El relato salió de una nota en una historia de nuestra guerra civil de 1891. Los políticos derrotados escaparon desde Valparaíso en un barco de guerra alemán que hizo escala en El Callao, Perú y siguió a Europa. El botero que llevó al barco al jefe balmacedista Claudio Vicuña no pudo regresar porque la multitud amenazaba con lincharlo. También se embarcó.Toda la tarde había escuchado explosiones y ruidos confusos, y al anochecer había tenido la impresión de que el cielo, detrás de los cerros del puerto, era un solo incendio enorme, un infierno en la tierra, encima de los acantilados.
¡Mira!, le había dicho al Tuerto, otro de los boteros de la poza número uno, un zambo medio enrevesado, de pelo crespo, y el otro le había contestado que andabandiciendo por ahí, por ai, que el mundo se iba a acabar. Después llegaron dos personas, dos empleados de la Intendencia, pálidos como papeles, y les dijeron, ¡eh, les dijeron, vos ahí, y vos también!, que estuvieran preparados. Los dos. El Tuerto tendría que partir con la carga, las maletas, los bultos, las cajitas de té, adelante. Y él, tú, el Huiro, con los caballeros y toda la familia, al final.Embarcar la carga costó mucho, más de dos horas. El bote del Tuerto quedó hundido hasta cerca del reborde, pintado de un color más oscuro, pero el Tuerto dijo que no tuvieran cuidado. El, dijo, yo, respondo, patrón. Y empezó a remar con la ayuda de Dioguito, el hijo de su hermana. En la mitad de la poza, entre gaviotas y pelícanos, el Tuerto seguía remando de pie, sin hundirse, con cara deiluminado. Después lo vieron cuando empezaba a descargar junto a la escalerilla del acorazado, con ayuda de los marineros alemanes, que tenían caras coloradas, boinas negras, y usaban camisas con los cuellos bien abiertos, con los pelos del pecho al aire.
Las explosiones siguieron y como que se acercaron, y de repente se escuchaba una balacera, y había gritos y aullidos, y gente de todas las edades quecorría por la plaza y que empezaba a apiñarse en el muelle, cerca de la orilla. La gente se reía de los boteros, les tiraba cáscaras de sandías, y algunos vociferaban toda clase de insultos al gobierno. Por las ventanas de la Intendencia, al fondo de la plaza, se notaba que adentro había mucho movimiento. Se apagaban luces y se volvían a prender, y las sombras asustadas corrían de un lado paraotro. A veces se asomaba un soldado con un fusil y miraba a la gente en la calle, pero de inmediato se escondía.
En eso, los dos empleados de la Intendencia le hicieron toda clase de señas, más pálidos y más asustados que antes, y uno de ellos hasta mostró una pistola e hizo ademán de disparar al aire. La gente, alrededor suyo, le abrió camino y dejó de gritar por un rato.
¡Abran paso!, chillabael hombre, con cara de furia, y agitaba su pistola.
El grupo, encabezado por don Claudio, de levita gris y bigotes enroscados hacia arriba, en forma de tirabuzón, avanzó por el centro, con caras muy serias, desencajadas. Don Claudio no abría la boca. Se ayudaba con un bastón grueso y habían contado que adentro del bastón llevaba un estoque filudo. Para matar al primer roto que se le atravesara.Las señoras, en cambio, de mantilla, rezaban, y las chinas lloriqueaban, y los niños andaban a tropezones, mirando para todas partes, pálidos de susto. Todo iba a arder dentro de poco rato, seguro, y la única salvación era el acorazado chato, de color de acero tirando a amarillo, con sus marineros de cuellos grandes y caras de jaiva, con sus águilas imperiales negras, con las bocas gruesas de suscañones.
Ya vuelvo, le dijo el Huiro al Turnio, agarrando los remos. Espérame.
Te espero, y salimos a celebrar, contestó el Turnio.
¿A celebrar qué?, preguntó el Huiro, sorprendido.
Triunfó la Revolución. Mataron a miles de gobiernistas. ¿Te parece poco?
Él se quedó boquiabierto.
Reme con cuidado, le ordenó don Claudio, con los dientes apretados. Mire que mi señora se marea.
Entonces vio,...
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