EXPRESION
JUAN VILLORO
Cuando tenía doce años, mi padre se entusiasmó con la inesperada posibilidad de ser normales. Acababa de regresar de Japón con un entusiasmo febril. Cubrió de regalos la mesa del comedor (diminutos juguetes de plástico, bolsas de té, artesanías sin granvalor pero que revelaban que había pensado en nosotras). “Nosotras” éramos mi madre y yo.
Para darle dimensión teatral a la escena, se puso una yukata, la bata japonesa que acababa de traer del viaje y que no le cerraba a causa de su gran barriga. Yo adoraba su vientre hinchado. Tenía la curvatura exacta para servir de almohada cuando veíamos la tele y siempre estaba tibio.
Él era experto enequipar cocinas para restaurantes. Pasaba el día entero entre guisos de los que nos hablaba durante la cena, teorizando sobre las ventajas del invierno, que abre el apetito, y las bacterias de verano, tan malas para la comida.
En Japón había comido ensalada de aguamala. Yo odiaba las medusas de mar porque me habían picado en Puerto Vallarta, pero él aprovechaba sus viajes para que le gustara lo quenunca le había gustado. Seguramente el aguamala le pareció deliciosa porque su extraño sabor le hizo saber que estaba lejos, experimentando cosas. Según él, sabía a “espaguetis ultrafrescos”.
No era fácil resistirse a la pasión con que volvía a casa, creyendo que podía mejorar algo.
Muchos años después, yo entendería que regresar a casa significa recuperar hábitos. Para él se trataba de unasorpresa. Nunca entendió que una familia es algo que se reitera. Llegaba con ideas fantasiosas; proponía cambios como si rodáramos una película que podía modificarse sobre la marcha antes de llegar a la sala de montaje, donde todo cambiaría otra vez.
Yo disfrutaba sus iniciativas porque transmitían una inesperada sensación de vida abierta, de alternativas que no era necesario utilizar pero resultababueno tener.
Años más tarde, sospeché que esos arrebatos sugerían algo incómodo: estaba insatisfecho; el retorno no representaba para él la inmediata recuperación de la dicha, sino un interesante desafío.
Al entregarnos los regalos, bajaba la vista, como si mirara un charco que temía pisar o como si recordara el agua turbia que ya había pisado.
Esta melancolía cortaba por un momento su euforia delregreso. Luego me daba lossouvenirs que conseguía en las cocinas del mundo: un diminuto envase de mermelada, un salero cromado, un tenedor para crustáceos. Mi cuarto tenía un rincón que semejaba la fonda de un enana.
Yo integraba entonces un sólido binomio con mi madre. Ella lo quería de un modo absoluto que se expresaba a través de un complejo sistema de temores. Le preocupaba todo lorelacionado con mi padre: sus horarios, su salud, sus viajes, su adorable panza, sus dramáticos ronquidos. Era práctica y resuelta; tomaba un sinfín de decisiones mínimas para mitigar los excesos de mi padre: eliminaba la sal y el pan blanco de nuestra dieta, aprovechaba las ofertas de julio para comprar las esferas del árbol de Navidad. Mientras tanto, él planeaba cambios drásticos que rara vez ocurrían.Hasta que regresó de Japón y decidió que fuéramos normales.
Mi padre fue un pionero en la instalación de los focos que mantienen caliente la comida. Nunca olvidaré la noche en que nos llevó a una cafetería de sillones de plástico rojo, naranja y amarillo, con grandes ventanales insonorizados (en la calle, los autos circulaban como peces en un acuario). De pronto, las luces generales seapagaron y sólo permanecieron encendidos unos círculos color ámbar sobre el mostrador, un mostrador largo y sinuoso que recordaba la curvatura de una alberca. Los focos de mi padre. Debajo de cada haz luminoso, un plato echaba humo.
—La comida sigue caliente y el mundo gasta menos energía —me dijo en voz baja, como si preservar la temperatura y salvar el mundo fueran nuestro secreto.
Lo abracé,...
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