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Páginas: 11 (2553 palabras) Publicado: 19 de agosto de 2014
Aquel día, bien que no era fiesta, los dos chicuelos vestían el traje de los domingos. Se
encontraban sentados a la mesa con estudiada compostur
a, sin hacer gran caso de la
conversación de las personas grandes que ocupaban la testera. Pero a pesar de la ansiosa
distracción en que aquel espectáculo los mantenía, ni uno ni otro dejaba sentir sobre ellos,
como se siente el fuego de un rayo desol sob
re el rostro, el reflejo autoritario de los ojos
paternos, que los requería a estar atentos a lo que hablaban sus mayores.
Más osado que el primogénito, el menor de los chicos extendió con disimulo una mano
hacia un canastillo de fresas, primicia de la es
tación, que, entrelazadas con flores, lo
fascinaban con su rosada frescura.
-
Javier, no toques las frutillas, no hijito
-
leordené, desde la opuesta extremidad, la voz de la
madre, con dulzura.
-
Si vuelves a desmandarte, no irás esta tarde a la Cañada
-
am
enazó la voz del padre, con
severidad.
Javier bajó la frente, fingiendo arrepentimiento, pero sus ojuelos pardos formulaban al
mismo tiempo la protesta muda de su altiva voluntad.
-
Ya vez que Guillén está quieto
-
agregó la madre, para suavizar laasperez
a de la
conminación paternal.
Con el elogio de su madre, un vivo tinte de carmín coloreó el rostro del mayor de los niños.
El, más bien que su hermano, parecía el delincuente. La mirada de sus grandes ojos azules
daba a su fisonomía la seriedad casi tímid
a de los precoces soñadores.
Una voz de los grandes invocó indulgencia para Javier:
-
Déjalo, María, que tome una frutilla. Hoy esdía de regocijo general, y es preciso que todos
estén contentos.
-
¿No ves mamá, lo que dice tío Miguel?
-
exclamó triunfante
el niño.
-
Cuando lleguemos a los postres
-
pronunció, con sentencia definitiva, el papá.
El chico no se desconsoló con ese fallo inapelable.
Sabía que cuando estaban convidados don Miguel Topín y su mujer, doña Rosa, dos
personas plácidas, aquejadas deexcesiva gordura, un ambiente de bondad contagiosa
parecía sentirse en torno a ellos, templando el rigor de la
disciplina del hogar. Para los chicos, don Miguel y doña Rosa eran los dioses tutelares de
sus infantiles alegrías. Cuando llegaban, jueves y
domingos, en la noche, a jugar la malilla,
el fastidioso y soñoliento estudio de las lecciones se suspendía.
Pero aquel día, los esposos Topínestaban convidados a almorzar. En su agasajo a ellos, la
cazuela y el ajiaco diarios habían cedido el puesto a lo
s platos favoritos de la pareja. Al
contemplar las viandas, las frutas y los dulces, don Miguel y doña Rosa habían cambiado
una mirada beatífica de común satisfacción. Ambos parecieron saborear de antemano las
delicias culinarias que prometía la mesa.
Al
p
rincipio los esposos 10pmsólo contribuían a la conversación con monosflabos escasos,
con sonrisas entendidas, con aquiescencias de cabeza, para no apresurarse en su
concienzuda masticación; un acto para ellos de suprema gravedad.
El incidente causado por
la intentona de Javier sobre el canastillo de fresas ocurrió después,
cuando ya, medio satisfecho el vigoroso apetito, había empezado don Miguel a disertar
sobrelos acontecimientos de que la fiesta de aquel día iba a ser el pomposo epilogo.
Una partida de
pueblo, marchando en derredor de una banda de músicos, pasaba en ese
instante por la calle. En acordes de dudosa precisión, pero de un ardor digno de suerte más
armónica, la banda lanzaba al aire, en notas de primitiva decadencia, la canción de Yungay,
ob
ra musical de circunstancia, debida a lainspiración del maestro Zapiola, un compositor
chileno.
Los habitantes de la casa, situada frente al antiguo cuartel de artillería, al pie del cerrito
convertido ahora en espléndido jardín, habían acudido con sus hu
éspedes a la puerta de
calle. Al mismo tiempo, otras cuatro personas llegaban también del interior de la casa,
atraídas por el canto y por la música, y se agrupaban allí,...
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