Funerales de la mama grande
Ésta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana
absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió
en olor de santidad un martes del setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo
Pontífice.
Ahora que la nación sacudida en sus entrañas ha recobrado el equilibrio; ahora que losgaiteros de San Jacinto, los contrabandistas de la Guajira, los arroceros del Sinú, las
prostitutas de Guacamayal, los hechiceros de la Sierpe y los bananeros de Aracataca han
colgado sus toldos para restablecerse de la extenuante vigilia, y que han recuperado la
serenidad y vuelto a tomar posesión de sus estados el presidente de la república y sus
ministros y todos aquellos que representaron alpoder público y a las potencias
sobrenaturales en la más espléndida ocasión funeraria que registren los anales
históricos; ahora que el Sumo Pontífice ha subido a los Cielos en cuerpo y alma, y que es
imposible transitar en Macondo a causa de las botellas vacías, las colillas de cigarrillos,
los huesos roídos, las latas y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre que vino al
entierro, ahoraes la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a
contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que
tengan tiempo de llegar los historiadores.
Hace catorce semanas, después de interminables noches de cataplasmas, sinapismos y
ventosas, demolida por la delirante agonía, la Mamá Grande ordenó que la sentaran en
su viejo mecedor de bejucopara expresar su última voluntad. Era el único requisito que
le hacía falta para morir. Aquella mañana, por intermedio del padre Antonio Isabel, había
arreglado los negocios de su alma, y sólo le faltaba arreglar los de sus arcas con los
nueve sobrinos, sus herederos universales, que velaban en torno al lecho. El párroco,
hablando solo y a punto de cumplir cien años, permanecía en el cuarto. Sehabían
necesitado diez hombres para subirlo hasta la alcoba de la Mamá Grande, y se había
decidido que allí permaneciera para no tener que bajarlo y volverlo a subir en el minuto
final.
Nicanor, el sobrino mayor, titánico y montaraz, vestido de caqui, botas con espuelas y
un revólver calibre 38, cañón largo, ajustado bajo la camisa, fue en busca del notario. La
enorme mansión de dos plantas,olorosa a melaza y a orégano, con sus oscuros
aposentos atiborrados de arcones y cachivaches de cuatro generaciones convertidas en
polvo, se había paralizado desde la semana anterior a la expectativa de aquel momento.
En el profundo corredor central, con garfios en las paredes donde en otro tiempo se
colgaron cerdos desollados y se desangraban venados en los soñolientos domingos de
agosto,los peones dormían amontonados sobre sacos de sal y útiles de labranza,
esperando la orden de ensillar las bestias para divulgar la mala noticia en el ámbito de la
hacienda desmedida. El resto de la familia estaba en la sala. Las mujeres lívidas,
desangradas por la herencia y la vigilia, guardaban un luto cerrado que era una suma de
incontables lutos superpuestos. La rigidez matriarcal de laMamá Grande había cercado
su fortuna y su apellido con una alambrada sacramental, dentro de la cual los tíos se
casaban con las hijas de las sobrinas, y los primos con las tías, y los hermanos con las
cuñadas, hasta formar una intrincada maraña de consanguinidad que convirtió la
procreación en un círculo vicioso. Sólo Magdalena, la menor de las sobrinas, logró
escapar al cerco; aterrorizada porlas alucinaciones se hizo exorcizar por el padre Antonio
Isabel, se rapó la cabeza y renunció a las glorias y vanidades del mundo en el noviciado
de la Prefectura Apostólica. Al margen de la familia oficial y en ejercicio del derecho de
pernada, los varones habían fecundado hatos, veredas y caseríos con toda una
descendencia bastarda, que circulaba entre la servidumbre sin apellidos a título...
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