GUSTO
Y cuando ocurrían estos tropiezos inesperados, la máquina demostraba no ser sumisa en absoluto. Más de una vez lasfalanginas y falangetas –en especial si eran delgadas, como las mías– quedaban atrapadas en las entrañas duras y metálicas en las que nadie quería pensar, y entonces era la venganza de la bestia, lamordida, y a las puntas de los medios, índices, anulares y meñiques las raspaba el borde inferior y agresivo de las teclas, y los costados sentían unos dolores fríos y precisos (de martillos y palancas)sobre la piel, en las coyunturas distraídas, en el alma de los huesos, que en quien escribía se llenaban de orgullo y se creían hasta parte del cerebro, altivos, lejanos de toda labor humillante.Desde que Giuseppe Ravizza patentó, en 1856, su “címbalo escribiente” (una criatura movediza y díscola, con teclas muy distintas de las de ahora), millones de refriegas nimias como la que hedescrito, de sujeciones traicioneras y manumisiones logradas entre gritos, bufidos y movimientos levisísimos, se libraron en superficies de todo tipo, en todas las tierras emergidas y aun más allá.Ahora los tiempos son distintos, tales violencias se acercan a su fin y yo, que en esto estoy con la mayoría, (re)compongo estas palabras ante una pantalla, actuando sobre un grupo de teclas...
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