halo
no quedaba ni rastro de las escoriaciones.
Diciembre había empezado mal, pero pronto recuperó sus tardes de
amatista y sus noches debrisas locas. La Navidad fue más alegre que en
otros años por las buenas noticias de España. Pero la ciudad no era la de
antes. El mercado principal de esclavos se había trasladado a LaHabana, y
los mineros y hacendados de estos reinos de Tierra Firme preferían comprar su
mano de obra de contrabando y a menor precio en las Antillas inglesas. De
modo que había dos ciudades: unaalegre y multitudinaria durante los seis
meses que permanecían los galeones, y otra soñolienta en el resto del año, a
la espera de que regresaran.
No volvió a saberse nada de los mordidoshasta principios de enero, cuando
una india andariega conocida con el nombre de Sagunta tocó a la puerta
del marqués a la hora sagrada de la siesta. Era muy vieja, y andaba
descalza apleno sol con un bordón de carreto y envuelta de pies a cabeza
en una sábana blanca. Tenía la mala fama de ser remiendavirgos y
abortera, aunque la compensaba con la buena de conocer secretosde
indios para levantar desahuciados.
El marqués la recibió de mala gana, de pie en el zaguán y demoró en
entender lo que quería, pues era una mujer de gran parsimonia y
circunloquiosenrevesados. Dio tantas vueltas y revueltas para llegar al
asunto, que el marqués perdió la paciencia.
«Sea lo que sea, dígamelo sin más latines», le dijo.
«Estamos amenazados por una pestede mal de rabia», dijo Sagunta,
«y yo soy la única que tengo las llaves de San Huberto, patrono de los
cazadores y sanador de los arrabiados».
«No veo el porqué de una peste», dijo elmarqués.
«No hay anuncios de cometas ni eclipses, que yo sepa, ni tenemos culpas
tan grandes como para que Dios se ocupe de nosotros».
Sagunta le informó que en marzo habría un eclipse tota
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