Historia de dos que querían ser uno
Era diecinueve de agosto y ella lo sabía porque tenía a su lado un viejo y ya
amarillento periódico del último día en que lo había visto, exactamente hacía un
año. Helena se hallaba en su habitáculo del pensamiento, el mismo que
trescientos sesenta y cinco días atrás no era más que una vil madriguera donde la
pasión traspasaba cada pared, cada alfombra ycada una de sus pieles sin
importar el color, la textura o el sabor de éstas. Leía a Benedetti y a Sabines al
mismo tiempo, sin importarle un bledo esa terrible doctrina que profesaba
airadamente que para todo había un tiempo específico, desde hace más de once
meses el tiempo le importaba un carajo. Escuchaba Jazz y fumaba cigarros, uno
tras otro y al vaivén del humo que corría desaforadamentepor el aire, a la
nostalgia que sentía Santomé por la muerte de Avellaneda y al compás de esta
sinfonía tan ridícula ella recordaba entre sollozos cada calle, nube y acera que
vivieron juntos, revueltos, distantes, e intentaba no sentir absolutamente nada,
pero le era verdaderamente imposible.
Helena no hacía nada más que maldecir aquel amor furtivo y fugaz y sentía un
odio irremediablehacia ella, por saber -según sus estúpidas deducciones- que era
la única que sufría. Imaginaba que él estaría feliz besándose y entregándole sus
amores remendados a cualquier puta y en cualquier cama o en el peor de los
casos a cualquier dama en cualquier iglesia. Calculó que él estaría viviendo de
verdad y se retorcía al pensar que él estaba reconstruido, mientras ella moría de
dolor hasta enlos huesos mismos que en cada articulación llevaban un recuerdo.
Cuan errada estaba Helena, que equívocas sus deducciones.
Al otro lado del mundo, o quizá en la otra manzana, o en el otro continente se
encontraba él, el imbécil Helenístico, el gran imbécil. Era Francisco, el de los ojos
grandes y la mirada perdida. El mismo Francisco que hojeó una revista y divisó la
hora en un reloj Romanoque conservaba hace un par de años. Diez horas, veinte
minutos y no sé cuantos segundos y menos sé cuántas milésimas. Diecinueve de
agosto. Jueves.
Escuchaba Carpe Diem coreando cada estrofa. No fumaba. Francamente jamás lo
hacía. Bebía un poco de Vodka, algo inusual en él y más si era jueves, si eran las
diez y no sé qué de la mañana, si hacía sol, si escuchaba Carpe Diem, si leía.Inusual, bastante inusual en él. pensó. Solo Helena. Para cualquier
poeta sería mísero amar y solo llegar a pensar en un nombre que además de todo
era corriente. A él le importaba un comino la Poesía y se rehusaba a creer que
Helena era algo corriente como los desayunos de su madre o como las cervezas
cuando aún no están frías.
Pero Francisco no era Poeta, era una computadora; sí, unacomputadora, y su
sistema operativo constaba de una única carpeta, la carpeta “HELENA" en donde
estaban “Los besos Helena”, “Las caricias Helena”, un poco de Jazz acompañado
de una gran melodía: la Helena. En fin, "Helena PDF" o quizá "www.helena.com".
Francisco para nada necesitaba ser un poeta o un escritor, al fin que los que
escriben no aman realmente, ni viven, ni familia tendrán.
Eran las diezcon cuarenta minutos, minutos a los que él denominaba Helena.
Decidió recostarse. Estaba convencido de que dormir erra un anticipo diario de la
muerte, y muerto jamás volvería a pensarla, o eso creía él. Intento fallido. Once.
Una cama algo oxidada y un hombre algo enamorado. Cerró sus ojos y en un
vaivén de tiempo que desaprovechó haciendo nada se hicieron las doce. El
meridiano en su radianteaparición, además de todo diaria. Se engañó al prever
que en las doce horas restantes no pensaría en ella. Utópico, sí lo haría. La
pensaría doce horas que pensándola serían treinta. Su computadora era eficiente
y cada archivo recorrería su memoria por siempre.
Ya no era de día, ya la noche había llegado con los aullidos de perro, las súplicas
de las prostitutas y la energía de los...
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