hola
la pared. En la cocina solfeaba furiosamente con los ocho vidrios de unaventana.
Mientras caminaba por la calle iba agrupando los mosaicos en cruces, en estrellas, en
grandes figuras poligonales. A veces el dibujo era tan complicado quetenia que dejar
de caminar para terminarlo. Y entonces había que verla, de pie en medio del río de
peatones, paseando por el suelo un arabesco de miradas que excitabala curiosidad
de todo el mundo).
Pero aquella mañana la señorita Leonides no estaba para juegos. Tan pronto
como se ubicó en el asiento de madera del tranvía, loscéfiros del pensamiento la raptaron y le llevaron lejos, la transportaron hasta la casa de Natividad González.
¡Dios mío, qué lenguaje había empleado aquel basilisco!La señorita Leonides no
recordaba, concretamente, ninguna palabra; todo se fundía en un mismo galimatías
inextricable. Pero que esa fritura estaba condimentada conlos insultos más atroces,
no lo dudaba. Fíjese: una mujerzuela se permitía vejar, en plena calle y a voz en cuello, a la señorita Leonides Arrufat. Y ella, ¿cómo selo había consentido? Ah, no, era
necesario volver a poner las cosas en su sitio. Y comenzó a injuriar mentalmente a
Natividad. No disponía del vasto repertorio dela otra, pero ¿qué importaba? Se conformaba con una sola palabra. Una palabra terrible. Arrastrada. Y la repetía como
una fórmula mágica,-como un conjuro, como quienredobla golpes sobre un clavo
rebelde. La repetía hasta el éxtasis, hasta el vértigo y la embriaguez angélica. Se imaginaba que aquella palabreja, así salmodiada, vo
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