hola
de escamas talladas. No he vuelto a ver la ancha muralla que protege la ciudad, la
explanada de la plazaMayor, sus callejuelas sombrías, los palacetes de piedra y las
galerías de arcos, tampoco el pequeño solar de mi abuelo, donde todavía viven los
nietos de mi hermana mayor. Mi abuelo, artesanoebanista de profesión, pertenecía a
la cofradía de la Vera Cruz, honor muy por encima de su condición social. Establecida
en el más antiguo convento de la ciudad, esa cofradía encabeza las procesionesen
Semana Santa. Mi abuelo, vestido de hábito morado, con cíngulo amarillo y guantes
blancos, era uno de los que llevaban la Santa Cruz. Había manchas de sangre en su
túnica, sangre de los azotesque se aplicaba para compartir el sufrimiento de Cristo
en su camino al Gólgota. En Semana Santa los postigos de las casas se cerraban, para
expulsar la luz del sol, y la gente ayunaba y hablabaen susurros; la vida se reducía a
rezos, suspiros, confesiones y sacrificios. Un Viernes Santo mi hermana Asunción,
quien entonces tenía once años, amaneció con los estigmas de Cristo, horriblesllagas
abiertas en las palmas de las manos, y los ojos en blanco volteados hacia el cielo. Mi
madre la trajo de regreso al mundo con un par de cachetadas y la curó con
aplicaciones de telaraña enlas manos y un régimen severo de tisanas de manzanilla.
Asunción quedó encerrada en la casa hasta que cicatrizaron las heridas, y mi madre
nos prohibió mencionar el asunto porque no quería quepasearan a su hija de iglesia en
iglesia como fenómeno de feria. Asunción no era la única estigmatizada en la región,
cada año en Semana Santa alguna niña padecía de algo similar, levitaba, exhalabafragancia de rosas o le salían alas, y al punto se convertía en blanco del entusiasmo de
los creyentes. Que yo recuerde, todas ellas terminaron de monjas en un convento,
menos Asunción, que...
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