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A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos,aquéllas aflojarony el agua empezó a caer con rabia, con furia casi; como si le dieranasco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlotodo y llevárselo bien lejos.
Cada bicho escapó asu cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, dabael anca al viento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyasramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de pajay de pluma.
En elrancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, suhija.
El capataz de tropa de don Clemente Farías, había marchado para“adentro” hacía una semana.
En la cocina negra de humo sehallaban, cuando oyeron ladrar el perrohacia el lado del camino. Se asomó la muchacha y vio a un hombredesmontar en la enramada con el poncho empapado y el sombrero comotrapo por el aguacero.
-¡León! ¡León!¡Fuera! Entre para acá- gritó Elvira.
-¿Quién es?- preguntó la vieja sin dejar de revolver la olla demazamorra.
-No lo conozco.
La joven volvió al lado de su madre y quedó expectante.
-Buenastardes.
Agachándose –la puerta era muy baja-, el hombre entró.
-Buenas. Siéntese. ¿Lo ha derrotado l`agua? Sáquese el poncho yarrimeló al fogón.odo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas,inmóvilesen el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado,bochornoso, cansador.
A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojarony el agua empezó a caer con rabia, con furiacasi; como si le dieranasco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlotodo y llevárselo bien lejos.
Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, dabael anca alviento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyasramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de pajay de pluma.
En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y...
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