Infortunada Eticidad

Su primera jornada laboral iniciaba a las 10 de la mañana, día en que llegó más temprano para adaptarse al entorno. Saludó a la recepcionista, al portero, sacó el uniforme, una camisa azul y unoszapatos negros que se puso antes de meter el morral en el casillero asignado por su jefa. Subió por unas escaleras en espiral que al final de su trayecto sólo dejaban dos opciones, cruzar el gran portónque aparecía al frente o volver a bajarlas. Al otro lado del portón estaba el que sería su segundo hogar durante los próximos meses, cuatro mil novecientos metros cuadrados ocupados por estantesrepletos de bienes de consumo. Cómo le habían indicado en una inducción que consideró innecesaria agarró del mango y haló fuerte para que el carrito de barrotitos metálicos entrecruzados se separara delinmediato. Empezaba un trayecto que terminaba a las ocho de la noche cuando cerraban las puertas del enorme almacén. Era la primera vez que trabajaba. Por demás, era un autodidacta de veinte añosorgulloso de su nobleza y sensibilidad por las tragedias humanas. Se había tomado muy en serio la máxima sartriana de que el valor de la obra de un escritor es proporcional a la indignación que despierta enlos lectores ante las injusticias sociales y al reconocimiento de estos sobre la necesidad de suprimirlas. Su exacerbada paranoia lo llevaba a pensar que había una fuerte barrera que tenía que serderrumbada, la que separa al consumidor del trabajador en aquellos lugares. Consideraba que de algún modo se establecen códigos que generan la invisibilización de éste por aquel, lo que convierte altrabajador en un medio para el consumo, se deshumaniza su labor.

Mientras dirigía un carro cargado de bolsas repletas de una señora, aquella de tantas y de tantos que terminaban midiendo el valor desu trabajo a través de la propina que finalmente le entregaban, cavilaba sobre la experiencia traumática que acababa de tener. En su primer trabajo del día, mientras empacaba, observaba cómo la caja...