ingeniero
Rafael Delgado
(Para los Hermanos Aguilar Berrios, cuya sui generis mascota nos resultaba insospechada...)
Aquello era todas las noches.
Apenas apagábamos lavela,principiaba el ruido, un ruidito leve, cauteloso, tímido, como el que haría un enano de Swift, que, a obscuras y de puntillas, explorase el terreno, temeroso de graves peligros. A lo queimagino,primero reconocía el campo, iba y venía, subía y bajaba, se paseaba a su gusto por todas partes, retozaba entre las jaboneras de mi lavabo, revolvía los papeles de mi humilde escritorio escolar,profanandolas odas de Horacio y las églogas de Virgilio; se trepaba al ?buró?, y con toda claridad oía yo cerca de mí los pasos del audaz, el roce de sus uñas en la fosforera, en el libro y en el sonoroplatillode la palmatoria.
Una vez quise sorprenderle, y encendí rápidamente una cerilla: estaba encaramado en el extremo de la bujía, como un equilibrista japonés en lo alto de una pértiga de bambú.Chiquitincomo era, el molesto visitante me causaba miedo atroz. Sólo de pensar que, aprovechándose de mi sueño, iría a mi cama, se instalaría en las almohadas, saltaría a mi cabeza y arrastraría pormis labiosaquella colita inestable y helada, me daba calofrió. Y héteme en vela, como escucha en vísperas de combate, conteniendo el aliento, atento el oído y abiertos los ojos para ver a mi osadoenemigo. Laimaginación me lo pintaba ?tanto así le temía yo- colosal, horrible, hambriento, feroz como una tigre hostigada que ha perdido sus cachorros. En esta inquietud, nervioso, sobresaltado,asustadizo,pasaba yo dos o tres horas, mientras en el otro lecho dormía mi padre el sueño dulce y tranquilo que nunca falta a las personas de buena conciencia.
A la mañana olvidaba yo mis temores yrecelos de lavíspera, sin pensar durante el día en el ratoncillo aquel de nuestra alcoba, teatro de sus correrías.
Un día, al volver del colegio, encontré a mi padre disgustado y mohino, revolviendo... [continua]...
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