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Él cifraba todas sus esperanzas en ese paseo. Odiaba la naturaleza, es verdad. Sobre todo, ese campo agresivo en que los perros hambrientos acudían invariablemente a devorar los restos de la comida y en donde, como en las playas, siempre surgía el espectáculode esas mujeres gordas que llevan pantalones, esos empleados deplorables que juegan fútbol con sus hijos, esos adolescentes que tocan con sus guitarras canciones de moda. Durante aquellos días hizo un minucioso inventario de las localidades y de las posibilidades que ofrecía el día de campo. El trópico no era lo suficientemente sereno para ser escenario del diálogo que tenía previsto. El vino talvez surtiría un efecto demasiado violento o demasiado opresivo en el calor. Sería preciso dirigirse hacia el norte. Ese paisaje alpino inmediatamente al alcance de la mano, con sus barrancas de abetos, con sus riachuelos de guijarros, con su posibilidad de detenerse un momento en la caminata para recoger una piña y exclamar: “¡Mira, está llena de piñones!”, como si en esta frase quedaracomprendido un vago amor a la naturaleza. Y ese frío tierno, templado, que siempre justifica una botella de vino, un queso fuerte con unos trozos de pan, un grito salvaje de efusión musical en medio del silencio que sólo estaría roto por el ruido de la corriente de un arroyo.
¿Llovería? En la tarde, quizá. Si llovía temprano, esto sería una buena ocasión para encerrarse en el coche para escuchar elradio y ponerse bajo techo. Besarse o quedarse quietos viendo resbalar la lluvia en el parabrisas y en las ventanillas sin decir una sola palabra. Todo tenía que estar previsto. No estaría por demás llamar al Observatorio el sábado por la tarde para cerciorarse de las condiciones del tiempo para el día siguiente o consultarlo en los periódicos de la tarde. De la perfección de un instante dependía larealización de un sueño. Su decisión estaba regida por un prejuicio contra la luminosidad, contra la euforia agobiante del sol y del verano. La de ellos había sido una relación mantenida bajo la lluvia, en la ventisca que hacía golpear las puertas, sombreada de nubarrones y agitada de presurosas carreras para llegar a la portezuela del coche cuando empezaban a caer las primeras gotas del...
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