Jamaica
Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el universo. «Y ahora qué hacemo, decíme», me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Máspor compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: «Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando». No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos conuna pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: «Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora...».
Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté: «Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé porteléfono con la madre de él, en Buenos Aires?». El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: «Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?». En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de nuestronerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: «En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor suspendemos el desafío». Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en el hombro y, habiéndome al oído, agregó: «Dale,Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?». Más caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: «Y decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante kilombo para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio. Según vos, niyo que me mudé al Centro podría haber jugado».
Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo.Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno...
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