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Páginas: 10 (2363 palabras) Publicado: 3 de septiembre de 2014
Soy Inés Suárez, vecina de la leal ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura, en el Reino de Chile, en el año 1580 de Nuestro Señor. De la fecha exacta de mi nacimiento no estoy segura, pero, según mi madre, nací después de la hambruna y la tremenda pestilencia que asoló a España cuando murió Felipe el Hermoso. No creo que la muerte del rey provocara la peste, como decía la gente al ver pasar elcortejo fúnebre, que dejó flotando en el aire, durante días, un olor a almendras amargas, pero nunca se sabe. La reina Juana, aún joven y bella, recorrió Castilla durante más de dos años llevando de un lado a otro el catafalco, que abría de vez en cuando para besar los labios de su marido, con la esperanza de que resucitara. A pesar de los ungöentos del embalsamador, el Hermoso hedía. Cuando yovine al mundo, ya la infortunada reina, loca de atar, estaba recluida en el palacio de Tordesillas con el cadáver de su consorte; eso significa que tengo por lo menos setenta inviernos entre pecho y espalda y que antes de la Navidad he de morir. Podría decir que una gitana a orillas del río Jerte adivinó la fecha de mi muerte, pero sería una de esas falsedades que suelen plasmarse en los libros yque por estar impresas parecen ciertas. La gitana sólo me auguró una larga vida, lo que siempre dicen por una moneda.
Por lo menos setenta años tengo, como dije, y bien vividos, pero mi alma y mi corazón, atrapados todavía en los resquicios de la juventud, se preguntan qué diablos le sucedió al cuerpo. Al mirarme en el espejo de plata, primer regalo de Rodrigo cuando nos desposamos, no reconozco aesa abuela coronada de pelos blancos que me mira de vuelta. ¿Quién es esa que se burla de la verdadera Inés? La examino de cerca con la esperanza de encontrar en el fondo del espejo a la niña con trenzas y rodillas encostradas que una vez fui, a la joven que escapaba a los vergeles para hacer el amor a escondidas, a la mujer madura y apasionada que dormía abrazada a Rodrigo de Quiroga. Estánallí, agazapadas, estoy segura, pero no logro vislumbrarlas. Ya no monto mi yegua, ya no llevo cota de malla ni espada, pero no es por falta de ánimo, que eso siempre me ha sobrado, sino por traición del cuerpo. Me faltan fuerzas, me duelen las coyunturas, tengo los huesos helados y la vista borrosa. Sin las gafas de escribano, que encargué al Perú, no podría escribir estas páginas. Quise acompañar aRodrigo —a quien Dios tenga en su santo seno— en su última batalla contra la indiada mapuche, pero él no me lo permitió. «Estás muy vieja para eso, Inés», se rió. «Tanto como tú», respondí, aunque no era cierto, porque él tenía varios años menos que yo. Creíamos que no volveríamos a vernos, pero nos despedimos sin lágrimas, seguros de que nos reuniríamos en la otra vida. Supe hace tiempo queRodrigo tenía los días contados, a pesar de que él hizo lo posible por disimularlo. Nunca le oí quejarse, aguantaba con los dientes apretados y sólo el sudor frío en su frente delataba el dolor. Partió al sur afiebrado, macilento, con una pústula supurante en una pierna que todos mis remedios y oraciones no lograron curar; iba a cumplir su deseo de morir como soldado en el bochinche del combate y noechado como anciano entre las sábanas de su lecho. Yo deseaba estar allí para sostenerle la cabeza en el instante final y agradecerle el amor que me prodigó durante nuestras largas vidas. «Mira, Inés —me dijo, señalando nuestros campos, que se extienden hasta los faldeos de la cordillera—. Todo esto y las almas de centenares de indios ha puesto Dios a nuestro cuidado. Así como mi obligación escombatir a los salvajes en la Araucanía, la tuya es proteger la hacienda y a nuestros encomendados.»


Por lo menos setenta años tengo, como dije, y bien vividos, pero mi alma y mi corazón, atrapados todavía en los resquicios de la juventud, se preguntan qué diablos le sucedió al cuerpo. Al mirarme en el espejo de plata, primer regalo de Rodrigo cuando nos desposamos, no reconozco a esa abuela...
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