Jose Maia Arguedas
Apareció una mañana, a la hora de la formación, de la mano de su papá, y el Hermano Lucio lo puso a la cabeza de la fila porque era más chiquito todavía que Rojas, y en la clase el Hermano Leoncio lo sentó atrás, con nosotros, en esa carpeta vacía, jovencito. ¿Cómo se llamaba? Cuéllar, ¿y tú? Choto, ¿y tú? Chingolo,¿y tú? Mañuco, ¿y tú? Lalo. ¿Miraflorino? Sí, desde el mes pasado, antes vivía en San Antonio y ahora en Mariscal Castilla, cerca del Cine Colina......
Una hora después el Hermano Lucio tocaba el silbato y, mientras se desaguaban las aulas y los años formaban en el patio, los seleccionados nos vestíamos para ir a sus casas a almolzar.
Pero Cuéllar se demoraba porque (te copias todas las de loscracks, decía Chingolo, ¿quién te crees?, ¿Toto Terry?) se metía siempre a la ducha después de los entrenamientos. A veces ellos se duchaban también, guau, pero ese día, guau guau, cuando Judas se apareció por la puerta de los camarines, guau guau guau, sólo Lalo y Cuéllar se estaban bañando, guau guau guau guau. Choto, Chingolo y Mañuco saltaron por las ventanas, Lalo chilló se escapó mirahermano, y alcanzó a cerrar la puertecita de la ducha en el hocico mismo del gran danés.
Ahí, encogido, losetas blancas, azulejos y chorritos de agua, temblando, oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar, sus gritos y olló aullidos, saltos, choques, resbalones y después sólo ladridos, y un montón de tiempo después, les juro (pero cuánto, decía Chingolo ¿dos minutos?, más hermano, y Choto ¿cinco?más mucho más), el vozarrón del Hermano Lucio.....
La ciudad y los perro
Cuando el viento de la madrugada irrumpe sobre La Perla, empujando la neblina hacia el mar y
disolviéndola, y el recinto del Colegio Militar Leoncio Prado se aclara como una habitación colmada de
humo cuyas ventanas acaban de abrirse, un soldado anónimo aparece bostezando en el umbral del
galpón y avanzarestregándose los ojos hacia las cuadras de los cadetes. La corneta que lleva en la mano
se balancea con el movimiento de su cuerpo y, en la difusa claridad, brilla. Al llegar al tercer año, se
detiene en el centro del patio, a igual distancia de los cuatro ángulos del edificio que lo cerca. Enfundadoen su uniforme verduzco, desdibujado por los últimos residuos de la neblina, el soldado parece unfantasma. Lentamente, pierde su inmovilidad, se anima, se frota las manos, escupe. Luego sopla. Escucha
el eco de su propia corneta y, segundos después, las injurias de los perros que desfogan contra él la
cólera que les causa el final de la noche. Escoltado por carajos lejanos, el corneta se dirige a las cuadras
de cuarto año. Algunos imaginarias del último turno han salido a las puertas,anunciados de su llegada
por la diana de los perros: se burlan de él, lo insultan y a veces le tiran piedras. El soldado camina hacia
quinto. Ya está completamente despierto y su paso es más vivo. Allí no hay reacción; los veteranos saben
que desde el toque de diana hasta el silbato llamando a filas tienen quince minutos, la mitad de los
cuales pueden aprovechar todavía en el lecho. El soldadoregresa al galpón, frotándose las manos y
escupiendo. No lo asustan la indignación de los perros, el malhumor de los cadetes de cuarto: apenas los
percibe. Salvo los sábados. Ese día, como hay ejercicios de campaña, la diana se toca una hora antes y los
soldados temen estar de servicio. A las cinco todavía es noche cerrada y los cadetes, borrachos de sueño
y de ira, bombardean al corneta...
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