juan leon mera
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árboles, formandointerminable serie de olas de verdemar, esmeralda y tornasol, queen su acompasado y majestuoso movimiento producen una especie de mugidos,para cuya imitación no se hallan voces en los demás elementos de lanaturaleza.Cuando luego inmóvil y silencioso aquel excepcional desierto recibe los rayos del solnaciente, reverbera con luces apacibles, aunque vivas, a causa del abundante rocíoque ha lavado las hojas.Cuando el astro del día se pone, el reverberar es candente,y hay puntos en que parece haberse dado a las selvas un baño de cobre derretido, odonde una ilusión óptica muestra llamas que se extiendentrémulas por las masas defollaje sin abrasarlas. Cuando, en fin, se levanta la espesa niebla y lo envuelve todoen sus rizados pliegues, aquello es un verdadero caos en que la vista y elpensamiento seconfunden, y el alma se siente oprimida por una tristeza indefinible ypoderosa. Ese caos remeda los del pasado y el porvenir, entre los cuales puesto elhombre brilla un segundo cual leve chispa ydesaparece para siempre; y elconocimiento de su pequeñez, impotencia y miseria es la causa principal delabatimiento que le sobrecoge a vista de aquella imagen que le hace tangible laverdad de su existenciamomentánea y de su triste suerte en el mundo.Desde las faldas orientales del Abitahua cambia el espectáculo: está el viajero bajolas olas del extraño y pasmoso golfo que hemos bosquejado; hadescendido de lasregiones de la luz al imperio de las misteriosas sombras. Arriba se dilataba elpensamiento al par de las miradas por la inmensidad de la superficie de las selvas ylo infinito del cielo; aquíabajo los troncos enormes, los más cubiertos debosquecillos de parásitas, las ramas entrelazadas, las cortinas de floridasenredaderas que descienden desde la cima de los árboles, los flexibles...
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