Juventud en extasis
—¿Tu próxima cita para qué día la anoto? —preguntó cuando ya me escabullía.
Di la vuelta nervioso, con lacabeza agachada, pero al hacerlo derramé café sobre el escritorio.
“¡Estúpido, estúpido!”, me dije una y otra vez conduciendo el automóvil de regreso a casa.
Extraje un casette de la cajuela deguantes y con violencia lo introduje al aparato de sonido.
Había una larga fila de vehículos delante del mío. Los coches avanzaron tres metros. Traté de calmarme. Aceleré dos segundos y volví a frenarcooperando con la lenta, desesperante, procesión de la autopista. Miré el reloj sin poder reprimir un largo suspiro. A ese paso tardaría más de cincuenta minutos en llegar a casa. Pero estaba bien.Necesitaba tiempo para meditar. Comenzó a escu¬charse música electrónica ambiental. Traté de reconstruir en mi mente lo sucedido esa tarde. Todo era digno de análisis. Desde las extrañas recomendacionesdel médico hasta el penoso accidente del café.
—¿Duele?
—Mucho —contesté.
El doctor, con guantes y algodón en mano, agachado trataba de identificar la naturaleza de mis llagas que, por cierto, sehacían cada vez más intolerables. Las pústulas habían reventado la epi¬dermis y supuraban un líquido blancuzco. Eché un vistazo con cierta repugnancia. ¿Por qué me había pasado esto? La piel enro¬jecidaen toda la zona parecía a punto de reventar y, después de ser apretada por los dedos del terapeuta, las gotas de pus corrían hacia abajo, dejando unos hilillos brillantes antes de perderse entre lavellosidad.
—¿Sabe qué tengo, doctor?
—Sí… aunque parece que esto es obra de dos o más micro¬organismos distintos.
—¡Maldición! —espeté.
—¿Quién te contagió?
—No lo sé. Pudo haber sido una...
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