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Páginas: 184 (45857 palabras)
Publicado: 27 de noviembre de 2012
Fausto Antonio Ramírez
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PRIMERA PARTE
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Nunca me han gustado los viajes, pero éste que estaba a punto de emprender era más una necesidad que una obligación de las muchas que la vida me había ido imponiendo. He viajado empujada por mi trabajo y por razones familiares, pero por placer es algo a lo que siempre me he resistido con todas mis fuerzas, unas veces lo heconseguido y, otras muchas, lo he sufrido. Ahora, viajo sola, sin más razón que la necesidad de arrancarme del infierno en el que estoy viviendo. Tengo miedo de la soledad, del vacío por encontrarme frente a mí misma, con mis debilidades y dolores psíquicos que vengo arrastrando desde hace tiempo. Los espacios abiertos me asustan, pero en mi casa no puedo seguir permaneciendo, huyendo de mi mundointerior y del espanto de enfrentarme a todo lo que me rodea. Todo empezó en un otoño de hace cinco años. Tan ligera de equipaje como el deseo de desprendimiento me había empujado a vivir, abandoné mi casa, mis amigos, mi trabajo y todas aquellas ataduras que durante años habían configurado mi existencia, con poco horizonte de libertad al que asirme de verdad. Con la sencillez que había aprendidode mi madre Manuela, rompía con todos los hilos que, como anclas de hierro fundido, me mantenían en tierra firme, impidiendo cualquier tipo de movimiento con el que poder replantearme mi historia que no fuera la que las coordenadas de una gran ciudad te ofrece sin muchas posibilidades de negociación. Así de ruda y agresiva se me planteaba un pasado de maldición que estaba dispuesta a desmantelardefinitivamente, o al menos
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durante un largo período de tiempo, hasta recomponer mi escala de valores, de la que me había estado alimentando, sin espacio digno para percibir por qué derroteros me estaba llevando la vida y que no siempre había escogido en plenitud de facultades basadas en la independencia. Quizás, el temor a ser descubierta por no sé que estúpidas coacciones sociales, mehicieron ser tan discreta como sigilosa en la preparación de aquel desplazamiento para el que ya no había marcha atrás. A las nueve en punto, sentada en el asiento del departamento que me correspondía, escuché el silbido del tren que ponía rumbo hacia el sur, un lugar hasta ese momento desconocido por mí y dibujado casi mágicamente por la proyección fantasiosa de mi imaginación. Algún que otrodocumental en la televisión y las lecturas noveladas de historias situadas en las costas mediterráneas se habían encargado de fraguar en mi ensoñación un paraíso de sosiego y bienestar pleno para el que me sentía preparada, por fin, a entregarme sin demasiados ambages. Perfectamente consciente de lo que dejaba atrás, sentí cómo las primeras sacudidas del tren me arrancaban de mi propio presente.Llevaba en mi bolso de mano un ejemplar de las Confesiones de San Agustín, un libro que siempre me había fascinado y que descubrí casualmente durante los años de carrera en la Facultad de Psicología. Para mí, además de los Evangelios, es uno de esos referentes que te acompañan a lo largo de la vida y que a menudo suelo leer cuando la lobreguez es capaz de apoderarse de tu corazón. Acerqué mi mano albolso y adiviné con el tacto la dureza de las tapas del testimonio del Santo bien encuadernado. Me sentí segura, me acomodé mejor en mi asiento y respiré profundamente, dispuesta a disfrutar de un trayecto que, apenas, venía de comenzar. En ese momento, recordé que en mi bolso, junto a las Confesiones
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había metido mi diario, que más que un cuaderno en el que anotar los hechos mássobresalientes de mi vida, iba escribiendo los pensamientos y reflexiones desde donde analizar mi actitud ante la realidad que se me iba regalando. No todo había sido de color de rosa, pero en cualquier caso, era mío y eso lo dotaba de un especial valor del que no tenía por qué avergonzarme, sino alegrarme, en cualquier caso, por haber tenido la oportunidad, pese al dolor que me hubiera ocasionado, de...
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