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tributo de admiración y para encomendarte el destino de estas páginas. Te llamo
«amiga» y bien puedes ser desde luego «amigo», pues atodos y cada uno de los
maestros me refiero: pero optar por el femenino en esta ocasión es algo más que hacer
un guiño a lo políticamente correcto. Pándolos, para luego imponer la aberrantemitología pseudoeducativa que ha
reflejado con tanta gracia Andrés Sopeña en su libro El florido pensil.
Actualmente coexiste en este país —y creo que el fenómeno no es una exclusiva
hispánica— el hábitode señalar la escuela como correctora necesaria de todos los vicios
e insuficiencias culturales con la condescendiente minusvaloración del papel social de
maestras y maestros. ¿Que se habla de laviolencia juvenil, de la drogadicción, de la
decadencia de la lectura, del retorno de actitudes racistas, etc.? Inmediatamente salta el
diagnóstico que sitúa —desde luego no sin fundamento— en laescuela el campo de
batalla oportuno para prevenir males que más tarde es ya dificilísimo erradicar.
Cualquiera diría por lo tanto que los encargados de esa primera enseñanza de tan radicalimportancia son los profesionales a cuya preparación se dedica más celo institucional,
los mejor remunerados y aquellos que merecen la máxima audienciaese
dicharacho aterrador de «pasar más hambreque un maestro de escuela»... En los
talking-shows televisivos o en las tertulias radiofónicas rara vez se invita a un maestro:
¡para qué, pobrecillos! Y cuando se debaten presupuestosministeriales, aunque de vez
en cuando se habla retóricamente de dignificar el magisterio (un poco con cierto tonillo
entre paternal y caritativo), las mayores inversiones se da por hecho que deben ser parala enseñanza superior. Claro, la enseñanza superior debe contar con más recursos que la
enseñanza... ¿inferior?
Todo esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son algo así...
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