La Bola
Emilio Rabasa[3]
- I -
Un día de fiesta El pueblo de San Martín de la Piedra despertó aquel día de un modo inusitado. Al alba los chicos saltaron del lecho, merced al estruendo de los cohetes voladores en que el Ayuntamiento había extendido la franqueza hasta el despilfarro; los ancianos, prendados de la novedad, soportaban la interrupción del sueño, y escuchaban con cierta animaciónnerviosa el martilleo de la
Diana,
Malditamente aporreada por el tambor Atanasio en la calle única de San Martín; las muchachas saltaban de gusto, y a toda prisa se echaban encima las enaguas y demás lienzos, ávidas de entreabrir la ventana para oír mejor la música, que recorría
Las calles
(Palabras del bando), si bien ahora que la recuerdo, me parece que imitaba maravillosamente el grito encoro que dan los pavos cuando un chico los excita. Si a esto se agrega que el sacristán y algunos auxiliares oficiosos, echaban a vuelo las tres campanas de la iglesia, de las cuales dos estaban rajadas, se comprenderá que aquello, más que regocijo público, parecía el comienzo frenético de una asonada tremenda.Yo tenía veinte años, novia que me requemaba la sangre, y un trajecillo flamante, hecho deencargo para aquel día con impaciencia esperado; y con decir esto, dicho se queda que salté de lacama con precipitación, me puse el vestido (que era color de azafrán), me calcé unos zapatos,también nuevos, que apretaban como borceguíes del Santo Oficio, y completando el aderezo consombrero de fieltro negro, me eché a la calle radiante de alegría.Tomé calle abajo, con el doble objetode[5]incorporarme a la banda de música y de pasar por las ventanas de Remedios, fiado en que su alborozo la habría levantado ya; pero defraudó misesperanzas, sin duda por el temor que le infundía el celoso argos que la guardaba, bajo el nombrey robusto físico de su tío el Sr. Comandante Don Mateo Cabezudo. Y si he de decir verdad, noacierto a decidir si mi afán era ver a Remedios o que ella me viera con aqueltraje tan mono.Un buen grupo de hombres del pueblo, entre los que ya se veían algunos galancetes con puntas y ribetes de educación, semejantes a mí, rodeaban a los músicos, mientras éstos inflabanlos carrillos, soplando sus respectivos instrumentos y causando la admiración de los chicos parados frente a ellos. Los músicos de pueblo se han envanecido siempre con esa admiración
infantil, que nocomprende cómo se pueden mover con tanta habilidad los dedos; pero creo queningunos como los de la banda de mi tierra. Concluida la pieza que se ejecutaba, los tocadoreshablaban entre sí con cierta gravedad cómica, mirando alto y sacudiendo el instrumento[6]conla boquilla hacia abajo, acto al cual dan una importancia verdaderamente seria.Hoy me río de esa simple vanidad; pero en aquella época mecargaba, porque me parecía queaquellos tontos me suponían también su admirador; mas todo lo perdonaba yo con tal de que mehicieran el gusto de pasar por las ventanas del Comandante, tocando una danza que se llamaba
No te olvido;
porque caminando yo cerca del clarinete, y dirigiendo una mirada a Remedios decierto modo, de fijo comprendería que yo había hecho tocar la danza para dedicarle a ellaeltítulo.Perdónenseme estas pequeñas digresiones referentes a mi persona; mas por una parte, están justificadas con el hecho de tener yo tan principal parte en los acontecimientos que voy a referir,y por otra, justo es que al recordar mis años juveniles, la memoria se derrame sobre el campo demis más íntimos sentimientos, y la pluma escriba lo que con tanta viveza se presenta a miimaginación.Forzando, sin embargo, esta mi inclinación natural y justa, diré, para beneficio dellector [7]lo menos que pueda de mi persona, y pasando rápidamente los insignificantes pormenores de aquella madrugada, referiré solamente que al regresar con la música vi aRemedios, que la saludó de un modo imperceptible, que noté su admiración por mi azafranadaenvoltura, y que llegando a la plaza, la música se instaló...
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