La cabaña - ponce
Era otoño. Algunos de los árboles habían perdido por completo las hojas y sus intrincados esqueletos resistían silenciosamente el paso del aire, que hacía murmurar y cantar las de aquellos que aún conservaban unas cuantas, amarillas y cada vez más escasas. A través de las ramas, podían verse las luces brillando tras las ventanas, a pesar de las pálidas cortinas de gasa. Tal vez hacíademasiado frío para ser noviembre.
Ella caminaba no muy rápidamente, por sobre el pasto húmedo y muelle, en el centro de la avenida. Podía tener quince o veinticinco años. Bajo la amplia gabardina sus formas se perdían borrosamente. Sus cabellos, cortos, despeinados, enmarcaban una cara misteriosamente vieja e infantil. No estaba pintada y el frío le había enrojecido la nariz, que era chica, perobien dibujada. Una bolsa grande y deteriorada colgaba desmañadamente de su hombro izquierdo.
Caminando en diagonal, salió del camellón, atravesó la calle y siguió avanzando por la banqueta. Al llegar a la primera bocacalle una súbita corriente de aire despeinó más aún sus cabellos. Metió las manos hasta el fondo de su gabardina y apresuró un poco el paso. El aire cesó casi por completo apenashubo alcanzado el primer edificio. Una de las ventanas de la planta baja estaba iluminada. Instintivamente se detuvo y miró hacia adentro. Un hombre y una mujer, muy viejos, se sonreían, afectuosa, calurosamente, desde cada uno de los extremos de la mesa, que era, como las sillas y el aparador, grande, fuerte, resistente. Ella tenía un chal de punto gris sobre los hombros; él una camisa sin cuello yun grueso chaleco de lana. Los restos de la cena estaban todavía sobre la mesa. De pronto la mujer se levantó, recogió los platos y salió de la habitación. La muchacha no quiso ver más. Suspiró inexplicablemente y siguió caminando. Al atravesar una nueva bocacalle el viento volvió a despeinarla. Tras la ventaja el viejo se levantó, avanzó lentamente y abandonó el comedor. La luz dejó de reflejarseen la calle.
La muchacha, siempre sin motivo aparente, dejó la calle y regresó al camellón. En una de las bancas un bulto se perfiló en la oscuridad. Cuando pasó junto a él, se dividió en dos y una risa nerviosa se extendió en el aire. Los miró sin poder distinguirles las caras y siguió su camino. Un halo de soledad se desprendía de la débil luz que la interminable fila de faroles proyectabasobre el piso brillante.
La bolsa golpeaba rítmicamente contra su cadera y su peso hacía que sintiera el hombro izquierdo ligeramente más bajo que el otro. Caminó unos pasos más y se la cambió al otro lado.
Poco antes de llegar al cine, un niño le ofreció un periódico y ella le entregó el importe olvidándose de recoger el papel. Se detuvo un momento frente a un carro ambulante que despedía unagradable calor y poco después se alejó, masticando con cuidado para no quemarse. Ahora todo estaba tranquilo y ella se sintió como si estuviera dentro de un agujero en el centro del aire. Abandonó la idea de entrar a ver el final de cualquier película y pasó rápidamente frente a la taquilla, resistiendo la tentación de detenerse a mirar los carteles que anunciaban los próximos estrenos.
Durantelargas horas había esperado inútilmente, aterida de frío, impaciente, unas cuantas calles atrás. Nada de eso importaba ya. Sólo el cansancio y el sabor incierto de la espera le recordaban esos momentos. Quería caminar y olvidarlo todo; la alegría y la esperanza y después el principio de las dudas y al final la certeza de que no vendría, junto con la necesidad angustiosa de decir a alguien todas laspalabras que tenía guardadas para él.
Las ventanas iluminadas y el brillo del cine quedaron atrás. A los lados de la calle sólo había árboles y flores marchitas brotando mágicamente de la semioscuridad. El ruido de los automóviles y sus faros deslumbrantes se hizo cada vez más lejano y ella se sentó en una de las bancas sin mirar en su derredor. Descubrió que estaba cansada. Del fondo de la bolsa...
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