La Gentileza De Los Desconocidos
ANTONIO MUÑOZ MOLINA (curso 2011-2012)
Lo que daba más pena al señor Walberg era su torpeza manual. Era un sabio, pensaba Quintana con admiración, casi con miedo, abrumado por la evidencia de los libros que había leído, de los idiomas antiguos y modernos que hablaba, de las cosas que sabía, pero también, al mismo tiempo, era un pobre hombre, y lo era más aún porel contraste entre su sabiduría y su poquedad, un pobre hombre y un inútil absoluto, un inútil total, como decían en el ejército, con aquellas manos tan blancas y con las uñas tan limpias y tan bien cortadas que no sabían manejar absolutamente nada, salvo los libros, eso sí, que no eran capaces de cambiar una bombilla sin provocar un cortocircuito ni de abrir una lata de conserva ni de girar enla dirección adecuada los pomos de las puertas en aquella casa donde Quintana se había acostumbrado a visitarlo a lo largo de un otoño y de casi todo un invierno, aquel invierno que será recordado en Madrid porque fue uno de los más fríos del siglo y por una serie de crímenes explotados con repugnante sensacionalismo por la televisión. "Nunca me acostumbro", le dijo el señor Walberg justo el últimodía, cuando se decidió a mostrarle no sólo las revistas sucias que había encontrado bajo la pila del tendedero, sino también el frasco lleno de alcohol que aún permanecía en el frigorífico, con aquellas cosas flotando en el interior que parecían babosas hinchadas, de color violeta, moviéndose, como si tuvieran vida. "Nunca me acostumbro a qué las puertas se abran en esta casa al revés de todaslas puertas del mundo, y siempre tiro del pomo hacia abajo, y de la puerta hacia adentro, y hasta que no me acuerdo de que hay que tirar hacia la izquierda y hacia arriba y empujar hacia afuera me desespero y pienso que estoy encerrado y que no podré salir".
Así era el señor Walberg: dedicaba los esfuerzos más constantes de su vida a disimular su propia excepcionalidad y pasar inadvertido,trabajando como escribiente o contable en una sórdida oficina en la que por no haber no había ni máquinas de escribir, y en la que sin duda le pagaban un sueldo de hambre; ocultaba no sólo la vergüenza de su pasado inmediato, sino también su origen y sus méritos (a Quintana le costó meses averiguar que era hijo de un eminente médico berlinés emigrado a Francia y luego a Madrid en los años treinta), comoun eremita que al ingresar en los rigores de una orden renuncia a su nombre al mismo tiempo que a las vanidades del mundo; hacía sencillas las cosas más complicadas —las declinaciones del idioma alemán o la organización jurídica de la república romana, por poner dos ejemplos que le eran muy queridos— e infinitamente difíciles y hasta imposibles las más simples, y le daba mucha menos importancia asu dominio del latín y del griego que a las habilidades mecánicas de Quintana o a la destreza con que éste conducía el Opel Rekord que compró en enero, poco después de que lo nombraran jefe de grupo, y en el que, para probarlo, recién sacado de la tienda, le dio un paseo al señor Walberg, pisando el acelerador en la M-30 con excitación, con delirante y contenido orgullo, muy por encima del límitede velocidad autorizado, forzando los frenos en las calles más estrechas del centro, tan bruscamente que si el señor Walberg no hubiese llevado puesto el cinturón automático de seguridad se habría dado más de un golpe contra el parabrisas. Le sudaba un poco la frente, y se aferraba a las rodillas con sus dos manos pequeñas y blancas, con los dedos que se volvían mucho más finos en la parte de lasuñas, sus manos de profesor, de sabio, de inútil, las mismas que años atrás debieron estar siempre manchadas de tiza y que ni siquiera poseían al cabo de un año de vivir en aquella casa la habilidad instintiva de girar los pomos al revés. Cómo habrían tocado esas manos Ja piel de una mujer muy joven, cómo temblarían.
Cuando Quintana detuvo por fin el Opel delante de la casa, el señor Walberg...
Regístrate para leer el documento completo.