La mujer perfecta
Mi nombre real es Pierre Jules Hans Bracquemont, pero desde los veintiséis, decidí sustituirlo por unseudónimo más sencillo así que desde entonces me hice llamar: Egaeus. Nací en la noble estirpe de una familia de príncipes y condes, así que por este aspecto, jamás sufrí insuficiencias de ninguna índole. Mi vida había discurrido siempre entre esparcimientos de todo tipo: arquero, músico, jugador de dados, corredor de caballos, experto en mujeres, perros y vinos. Durante mi juventud, conocí y merelacioné con una gran multiplicidad de personas que provenían en tanto de la realeza, como de entre el vulgo. Y así mismo, gozaba de una distinguida celebridad. Todo cuanto me rodeaba, parecía avasallarse bajo el nimbo de mis pies, de ello, que algunos aseguraran que un genio me asediaba. Y por esto mismo, me había vuelto el hombre más caprichoso, arrogante y vanidoso de la corte y del mundo también.Sabía que era un caballero enérgico y apuesto, esto me valía en gran parte para alcanzar algún cometido que yo daba en cualquiera de los casos, por hecho; cómo obtener la cordialidad de mis iguales, y la simpatía de las doncellas, ¡oh, si! ¡Especialmente de ellas! En las recepciones y los bailes, yo era el que elegía siempre a mi pareja preferida. Estas reuniones, no eran más que un mercadoselectivo para mí, donde sólo escogía lo que más se acercara al ejemplar de mi complacencia. Las miraba a todas, y por sus contoneos, adivinaba sus esperanzas de que me determinara a invitarlas a bailar, pero de entre toda esa concentración de sonrisas y vestidos pomposos, me decidía invariablemente, por la más guapa, la de mejor cuerpo y de mirada sensual. ¡Pero eso sí! ¡Las de piel oscura noentraban a la categoría de mis predilectas!
Así era pues, haciendo todo cuanto quería y cómo quería, entregado totalmente a la holganza y la bohemia, era un disipado incorregible. Debo reconocer para mi vergüenza, que esa vida malgastada y llena de excesos, me gustó. Tal era mi negligencia de mi mismo que no parecía cambiar de hábitos en ningún momento, es más, de haber poseído el rico elixir de laeterna juventud, me habría transformado yo mismo, en el propio Lucifer.
Una mañana, cuando rozaba yo la edad brillante de treinta y dos años, me encontraba en el jardín de mi palacio tomando el desayuno junto a mi madre, la Condesa de Porta-Dei: Carlota Elena, Aguiar y Bolaño, viuda del Conde de Gondariu. Mi señora era una dulce y bella española que se había entregado en primeras nupcias con un...
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