La Pequeña Dorrit

Páginas: 170 (42441 palabras) Publicado: 31 de mayo de 2012
La pequeña Dorrit
CHARLES DICKENS


CAPITULO I


Marsella ardía bajo los rayos del sol. El viento no podía formar una sola arruga en la quieta y sucia superficie del agua del puerto, ni en la más limpia de mar adentro. Las barcas, ancladas en el puerto, parecían braseros, e incluso las losas del suelo parecían no haberse enfriado en varios meses.
En aquella época, había enMarsella una repugnante prisión. En una de las salas de la prisión estaban dos hombres. Cerca de los dos hombres aparecía un banco carcomido adosado a la pared, sobre el que había tallado groseramente un tablero de damas a punta de cuchillo. La escasa luz que se recibía llegaba a través de una reja en forma de cruz, de cuya base partía una cornisa en la que estaba medio sentado, medio acostado,uno de los prisioneros, que parecía estar helado, porque estaba encogido y trataba continuamente de abrigarse con una gran capa, gruñendo descontento:
-¡AL diablo el sol, que no brilla nunca aquí dentro! Estaba esperando el rancho y miraba de reojo a través de las rejas, para ver el final de la escalera. La expresión de su rostro semejaba la de un animal feroz e irritado por la espera. Era defuerte contextura, alto y robusto; sus labios eran finos pese a que el espeso bigote no dejaba apreciarlos a simple vista. La mano con que se sujetaba a los barrotes tenía en su dorso varios arañazos todavía frescos, pero conservaba algo de su finura primitiva.
El otro prisionero estaba tumbado en el suelo y vestía un traje basto. Era un individuo bajo, flexible, rápido y robusto.-¡Levántate, ramal! -gruñó, el primero-. No puedes dormir mientras yo padezco hambre.
-Me es igual, amo -replicó el otro, en tono sumiso y con cierta alegría-. Me despierto cuando quiero. Duermo cuando quiero. Todo me es igual.
Mientras hablaba se había levantado, se sacudió la ropa y se desperezó.
En aquel momento se oyó el chirrido de un cerrojo y luego, crujiendo, se abrió unapuerta, apareciendo poco después el carcelero.
-¿Qué tal están, señores? -les preguntó el guardián, pero dirigiéndose especialmente al prisionero bajito-. Aquí tiene su pan, «signor» Juan Bautista, y si me atreviera le diría que no jugara más...
-Usted no le aconseja al amo que no juegue -replicó Juan Bautista, que era italiano, mostrando todos sus dientes en una amplia sonrisa.-¡Oh! Es que el amo gana siempre -replicó el carcelero, lanzando una mirada poco amistosa al otro preso-, y en cambio usted pierde. Así las cosas son distintas, ¿no le parece? Ahora tiene que comer pan negro y agua sucia con color de café, mientras que el señor Rigaud se hace traer buen salchichón de Lyon, ternera en gelatina, pan blanco, queso de Italia, vino excelente y tabaco...
Cuando elseñor Rigaud hubo colocado los comestibles en torno suyo, en la cornisa donde seguía sentado, empezó a comer con apetito, sonriendo satisfecho. Pero en aquel hombre ocurría algo raro; cuando sonreía, su rostro se transformaba. El bigote se elevaba por debajo de la nariz y fa nariz se inclinaba sobre el bigote, dándole un aire siniestro y cruel.
-Bueno, señor Rigaud -dijo el carcelero-, como yale dije ayer, el presidente del tribunal tendrá el honor de recibirle esta tarde.
-Para juzgarme, ¿eh? -preguntó Rigaud con el cuchillo en la mano y un bocado entre los dientes.
-Eso es. Usted lo ha dicho. Para juzgarle.
-¿Y para mí? ¿No hay noticias? -inquirió Juan Bautista, que había empezado a mordisquear su pan con aire resignado. El carcelero se encogió de hombros.-¡Virgen salta! ¡Tendré que quedarme aquí toda la vida! -¡Adiós, señores! -les dijo el carcelero, y se retiró cerrando tras de sí la puerta de la celda.
Cuando el señor Rigaud hubo acabado su comida, le dijo a Carvaletto:
-Toma, bebe, puedes acabarlo.
El regalo no era magnífico, ya que quedaba muy poco vino en la botella, pero el «signor» Carvalleto se levantó presuroso y...
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