La soledad de América Latina
alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa
que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el
ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había
visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y
relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron
enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su
propia imagen. Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de
hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos
tiempos. Los cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio
tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar
Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición
venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la
emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el
rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían
en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se
encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta
hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la
condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino
que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio
López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general
García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver
fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla
presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para
averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado
público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco
Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney
comprada en París en un depósito de esculturas usadas. Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó
este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las
malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la
América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente
prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y
dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón
generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este ...
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