La tumba
Juan Introini
Las manos eran grandes, excesivamente grandes en relación al cuerpo del hombre y se
duplicaban inmóviles sobre la superficie del escritorio. Estaban salpicadas aquí y allá de
cicatrices, pequeños costurones y huellas de algún rasguño reciente. Los dedos eran largos,
poderosos. Delataban una tensión animal en acecho. Las uñas, que brillaban cuidadosamente
recortadas, nacaradas con esmero, eran nueve: se destacaba la falange ausente del meñique
de la mano izquierda. Erguida entre el pulgar y el índice de la mano derecha, una pequeña lima
apuntaba hacia el techo.
Las manos descansaban sobre la superficie aséptica de un escritorio de cármica con patas
metálicas. Estaban acompañadas por una breve columna de expedientes apilados, un block
para anotaciones, una lámpara encendida y dos vasos alargados: uno contenía lápices y
bolígrafos, del otro asomaba una solitaria rosa encarnada, único detalle fresco y vívido en esa
oficina lóbrega.
La mano izquierda se sacudió apenas el letargo y con un gesto lacónico le indicó la estrecha
silla que enfrentaba el escritorio. Oliveira contempló los bultos de los enormes archivos que
llegaban hasta el techo y parecían ocupar toda la habitación. Después, sus ojos soñadores
volvieron al cono de luz en que yacían las manos, otra vez inmóviles, y ascendieron hacia la
cara del hombre procurando, sin lograrlo, no dejarse atrapar por el ojo de vidrio.
–Osorio– dijo el hombre con voz levemente aflautada, mientras sus labios esbozaron una
sonrisa mecánica, dejando asomar una doble hilera de dientes blanquísimos, chillonamente
postizos. –Pero llámeme Tumba o La Tumba, como prefiera –agregó–; aquí todos me llaman
así.
Oliveira recorrió la cara pálida, casi delicada, el mentón voluntarioso, los largos cabellos
renegridos que atravesaban la calva, las orejas pequeñas y el duro ojo acerado que lo
escrutaba inquisidor. El otro, el de vidrio, parecía ajeno, parecía contemplar algo más allá, una
otra dimensión que a Oliveira se le escapaba. –Sé por qué viene a verme –habló de nuevo el hombre–. Todos vienen por lo mismo. Necesitan
información especial sobre el Cementerio y recurren a mí. Hacen bien. Esos muebles –y señaló
hacia los voluminosos archivos– son como los libros de Historia: mienten, tergiversan
o sólo cuentan lo que todo el mundo sabe, banalidades diríamos– y una mano acompañó con un gesto despectivo–. ¿Usted qué quiere saber exactamente?
Oliveira logró por fin reunir las palabras: de un modo confuso le explicó que era periodista, que
se había enganchado en una revista de reciente aparición y que le habían encargado, entre
otras, una nota sobre el Cementerio Central: panteones famosos, difuntos ilustres, leyendas y
todo lo demás –en realidad, por pudor juvenil, no quiso confesar que nunca había hecho una
nota y que estaba a prueba en la revista.
El boliche alargaba un mostrador y unas pocas mesas desparramadas contra las ventanas.
–Se está mejor aquí que en la oficina –comentó La Tumba mientras aflojaba el nudo de su
delgada corbata y se desabrochaba el primer botón de la camisa–. Por otra parte, no conviene que nos vean juntos en un lugar demasiado público –añadió.
Ordenó dos cañas y se quedó mirando fijamente a Oliveira. El duro ojo inquisidor volvió a
recorrer el sedoso pelo castaño, los grandes ojos color miel, la nariz recta de trazo fino, los
generosos labios sensuales y el mentón débil, casi una decepción en ese rostro de rasgos
viriles y ...
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