Traigamos a colación prácticas culturales cotidianas en clave de violencia como herramienta educativa, de disciplinamiento, pequeños o grandes castigos para “enderezar conductas” –parafraseando a M.Foucault–, ejercida de padres a hijos, de maestros a alumnos, de hombres a mujeres, de policías a ciudadanos. Estas formas que cierta moral acepta y consiente fueron concebidas “positivamente”, puesestaban ejercidas por un “nosotros”, como mecanismo de socialización, adecuado a las pautas y valores socioculturales hegemónicos.Sin embargo, la cuestión se complejiza cuando la violencia esejercida por “otros”, por esa otredad que la Antropología construyó como su objeto de estudio: los diferentes, los desiguales, los distinguibles, los no-civilizados, los vulnerables, los que hoy seconstituyen en los enemigos de “nosotros”, es valorizada negativamente. En otros términos, estamos ante una violencia positiva necesaria y otra negativa que requiere ser enfrentada.La preocupación(re)emerge y se agudiza ante fenómenos como los denominados linchamientos, que han ocupado espacio en los medios. Declaraciones, notas y entrevistas a diversas personalidades, funcionarios y sectoresreflejaron diferentes reacciones y posiciones, unas individuales, otras colectivas, que expresan una significativa polaridad. Muchos la rechazan, ceñidos a explicaciones morales; sin embargo la justifican yavalan en tanto son manifestaciones del agotamiento y del cansancio de la gente ante la inseguridad y sus demandas insatisfechas, argumentos centrados en la “ausencia del Estado”, que deviene –yjustifica– la justicia por mano propia.
os episodios de violencia de los que hemos sido testigos nos interpelan como sociedad. Nos llevan a analizar un fenómeno cuya desmesurada y creciente magnitudha sido reducida a linchamientos públicos, digamos espectaculares, que ponen un velo sobre otros linchamientos que tienen que ver con las relaciones de género, con el trabajo esclavo, con la acción...
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