Era una noche cualquiera de un invierno feroz. Recién había empezado a llover y el viento azotaba sin pausa sobre las ventanas del corredor. El relojque había sobre la mesita de noche marcaba las diez y veinte, y no hacía mucho que nos habíamos ido a dormir. De pronto llamaron a la puerta. El primer golpese confundió con el sonido ensordecedor de los truenos. Prestamos oído, porque sabíamos que podría tratarse de él. Nos conservamos sentados en la cama sinhacer ruido y mirándonos a la cara, con miedo, expectantes. Queríamos dejar de respirar para poder oír con mayor atención. Miramos hacia la puerta cuandoescuchamos los pasos de papá y luego volvimos a vernos al rostro. El miedo nos dominaba por completo. Algo muy adentro de nosotros, un sentimiento, hacíaque le temiésemos a aquel extraño que por las noches visitaba nuestra casa. Nada parecía detenerlo. ¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Qué tiene que hablar con papá,de noche?, nos preguntábamos. Acostumbrábamos fantasear libremente con el porqué de sus visitas. Cada cual tenía su propia explicación. Nos daba lasensación de que él y papá planeaban juntos alguna cosa, algo funesto en todo caso. Sin embargo, jamás habríamos sido capaces de imaginar lo que realmente estabaocurriendo. Recuerdo que un día, mientras venía de la escuela, lo vi parado frente al zaguán de nuestra casa, recostado a una columna de la luz, en laesquina. Tiempo después llamaría a nuestra puerta por primera vez. Cuando me vio inclinó la cabeza y sacó un cigarrillo suelto del bolsillo de su camisa.
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