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Viajaba solo en mi automóvil por una solitaria carretera de la Patagonia, tierra que debe su nombre a una
tribu de indígenas que, supuestamente, se distinguían por
tener sus pies desproporcionadamente grandes, cuando de repente vi, a un costado del camino, un bulto
de aspecto extraño. Instintivamente aminoré la marcha
y con asombro, descubrí que un mechón de cabellos
rubiosasomaba por debajo de una manta azul que parecía
envolver a una persona. Detuve el coche y, al salir, quedé
totalmente asombrado. Allí, a centenares de kilómetros
del pueblo más cercano, en medio de un páramo en el
que no podía verse ni una sola casa, ni una verja, ni un
árbol, un jovencito dormía plácidamente sin la menor
preocupación en su rostro inocente.
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Lo que había tomado equivocadamente por una manta
era en realidad una larga capa azul con charreteras, que por
momentos dejaba ver su interior púrpura, de la cual surgían
unos pantalones blancos, como los que usan los jinetes,
introducidos en dos relucientes botas de cuero negro.
El conjunto confería al muchacho un aire principesco,
incongruente en aquellaslatitudes. La bufanda de color
trigo que ondeaba al descuido en la brisa de primavera se
confundía a veces con sus cabellos, lo que le daba un aire
melancólico y soñador.
Me quedé allí parado un rato, perplejo ante lo que
para mí representaba un misterio inexplicable. Era como si
hasta el viento, que descendía desde las montañas formando
grandes remolinos, lo hubiera esquivado con supolvareda.
Comprendí de inmediato que no podía dejarlo dormido, indefenso en aquella soledad, sin agua ni alimentos.
A pesar de que su aspecto no inspiraba temor alguno, tuve
que vencer una cierta resistencia para acercarme a aquel
desconocido. Con algunas dificultades, lo tomé entre mis
brazos y lo deposité sobre el asiento del acompañante.
El hecho de que no hubiera despertado me sorprendió
tanto,que por un momento temí que pudiera estar muerto.
Pero un pulso débil aunque constante me reveló que no
era así. Al volver a dejar su mano lánguida sobre el asiento,
pensé que, de no haber estado tan influido por las imágenes
de seres alados, habría creído encontrarme en presencia de
un ángel descendido a la Tierra. Luego me enteraría de
que el muchacho estaba exhausto y al límite de susfuerzas.
Cuando reanudé la marcha, pasé un largo rato pensando cómo los adultos, con sus advertencias para protegernos,
nos alejan de los demás, al punto de que tocar a alguien o
mirarlo a los ojos provoca una incómoda aprensión.
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—Tengo sed —dijo de pronto el muchacho, y su voz
me provocó un sobresalto, porque me había olvidadocasi
por completo de su presencia. A pesar de que lo había dicho
en voz muy baja, el sonido de su voz poseía la transparencia
del agua que estaba pidiendo.
En viajes largos como aquél, que podían durar hasta tres días, siempre llevaba en el coche bebidas y algún
alimento, para no tener que detenerme más que para
cargar combustible. Le di una botella, un vaso de plástico y un bocadillo decarne y tomate envuelto en
papel de aluminio. Comió y bebió sin decir palabra.
Mientras lo hacía, mi cabeza iba poblándose de preguntas: «¿De dónde vienes?», «¿Cómo has llegado hasta aquí?», «¿Qué estabas haciendo ahí, tendido en la
cuneta?», «¿Tienes familia?», «¿Dónde están?», etcétera,
etcétera. Por mi naturaleza ansiosa, rebosante de curiosidad
y de deseos de ayudar, todavía hoy me asombrahaber sido
capaz de permanecer en silencio aquellos diez interminables
minutos, mientras esperaba que el joven recobrara las fuerzas. Él, por su parte, se tomó la bebida y la comida como si
fuese lo más normal del mundo que, tras yacer abandonado
en medio de un paraje semidesértico, apareciera alguien
para ofrecerle algo de beber y un sándwich de carne.
—Gracias —dijo al terminar, antes de...
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