LIBRO
por todo y para siempre
In memoriam
1
Obertura: la ciudad luminosa
Acostumbrado a los días cortos, a los inviernos gélidos y al cielo coagulado de
Manhattan, lo primero que le llamó la atención de aquella ciudad fue su calidez
atlántica y el azul índigo de sus tardes. Así se lo había hecho notar Aaron
Schulman, en la guagua que los traía del aeropuerto, a sucompañera de asiento, la
viola francesa que iba a sustituir a Rebecca Adams en la gira europea. Durante la
media hora que duró el trayecto hasta su hotel, no paró de señalarle el cristal, con
su dedo índice y su voz de asombro. En apenas tres semanas había tratado más a
Juliette Legrand, la joven sustituta, que a la pobre Rebecca. La Adams había
enfermado de repente. Aún no sabían bien quéera. Simplemente se había sentido
indispuesta durante la cena de Navidad y habían tenido que correr con ella al
hospital más cercano. Tal vez fuera una intoxicación. Llevaban treinta días
hurgándole el cuerpo con saña y no habían dado con el problema. Lo único que
estaba claro era que no podía, de ninguna manera, enfrentarse a cien horas de
vuelos y un mes fuera de casa.
La Filarmónica se vio,entonces, en una encrucijada: o cambiaban de
repertorio —la excusa de la gira era el estreno mundial de dos trayectorias («un
esmero a Maria y a Martha»), pieza para dos violas y orquesta de Sofía
Gubaidulina— o buscaban a una intérprete nueva. Había, claro, una tercera
opción: suspender el concierto. Pero a nadie se le pasó por la cabeza hacer algo así.
El público europeo esperaba como aguade mayo a la Filarmónica de Nueva York.
Los catálogos pasaban de mano en mano desde hacía meses. De modo que
decidieron ponerse a trabajar y encontrarle sustituta a Rebecca. La elegida fue,
finalmente, Juliette Legrand, una parisina de naciente reputación y contrastada
técnica que hablaba poco y se limitaba a responder con monosílabos fuese lo que
fuese que le preguntaran. Había llegadoacompañada de una áspera discusión, a
cuento de qué necesitaban echar mano de una extraña habiendo otras concertistas
de talla en la orquesta. Sin embargo, allí estaba, sentada a su lado, sonriente y
callada.
El caso es que Juliette parecía la acompañante ideal para un trayecto largo y
penoso. Por eso Aaron la había elegido. Él odiaba volar. Lo odiaba hasta la
obsesión. Normalmente pedíasentarse solo. No solía recurrir a su condición de
concertino, de primer violinista, de segundo de a bordo. Sólo lo hacía en los viajes
largos. En cambio, esa vez no tuvo más remedio que amoldarse porque el avión iba
repleto. Así que, antes de que le endilgaran a alguien que no parase de decir
majaderías sobre la seguridad de los aviones en comparación con la de los coches y
hasta la de lostrenes, a ver, cuántos accidentes aéreos se producen al año en
Norteamérica, ah, y cuántos accidentes de tráfico y cuántos ferroviarios, echa
cuentas, pues eso, viajamos en el medio más seguro que existe, el miedo es libre sí,
pero está en tu cabeza y no en el aparato, antes que eso, prefirió a la francesa, a la
frágil, a la muda Juliette Legrand, que sólo iba a mirarlo con esos ojos lánguidos y
asonreír y a encogerse de hombros. En momentos así, Juliette Legrand era el mejor
antídoto contra la angustia.
Mientras le iba diciendo en la guagua lo de la calidez atlántica, lo del azul
índigo, lo del cielo sin mácula, la muchacha lo miraba a él y luego al horizonte y
otra vez a él. Y asentía con todo su cuerpo quebradizo y menudo, más de bailarina
que de concertista. Durante el recorridopor la avenida marítima —nada que ver
con la Décima ni la Séptima ni la Quinta, qué va, nada de eso, tres o cuatro
kilómetros de malecón habanero a la europea, con la misma gente sonriente y
sudorosa paseando, corriendo, dando pedales pero con ropa moderna, calzado
ligero, bicicletas recién pintadas y nuevecitas—, ella no dijo ni esta boca es mía,
qué bueno una mujer con la que estar de...
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