jgjghjkrfdfEn cierto año de la década de los 50 se iniciaba en abril el año académico en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en la Facultad de Letras.Como profesor del Seminario de Teoría del Conocimiento me disponía a iniciar las clases que no eran de exposición por parte mía, sino de discusión y análisis queyo orientaba, discusión y análisis que los alumnos realizaban permanentemente. Como siempre, ese comienzo anual del Seminario me llenaba de expectativas. Unacuriosidad íntima, no exenta de excitación, rondaba mi espíritu. ¿Quién sería el estudiante que destacara en el inter.-cambio de las ideas? ¿Y habría realmente unalumno que demostrara su vena filosófica? El Seminario era para alumnos avanzados. A lo largo de los años a veces el grupo de estudiantes que se había inscritoen el curso, aunque interesado y participante, no mostraba una figura que sobresaliese. En otras ocasiones surgía en el grupo un joven con aguda capacidad dereflexión y profundidad. Alumnos míos en diversos años fueron Li Carrillo, siempre serio y exacto en sus observaciones, contraído a los estudios de Filosofía; LuisFlores, con una mente alerta e incisiva, quien desgraciadamente falleciera más tarde en Bélgica por una trágica incidencia, que truncó su florecimiento en elámbito filosófico; Javier Prado, inquieto y entusiasta, un enamorado de los antiguos griegos; Sixto García, muchacho retraído, pero brillante y con palabra exacta; yuna muchacha cuyo nombre lamento haya escapado de mi memoria y que era realmente notable: viajó luego con una beca a Francia y allí he perdido su rastro.
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