Cosas de la vidaFrancisco Espínola (Uruguay)Cayó la noche y el cielo siguió encapotado, amenazando lluvia. Soplaba un vientito que empujaba cuanta cosa hallaba en su camino como pidiendo cancha. ¡Y a qué! Lo que hacía era juntar hojas, briznas, basuras, para amontonarlas arremolinándolas, para alzarlas en giros hasta muy alto y, desde allí, dejarlas caer en todas direcciones... Y pararles rodeootra vez, más adelante, y volverlas a alzar... Parecía que estaba haciendo tiempo, esperando algo.-Si cambia el viento, vamos a tener agua -dijo un jinete al que llevaba trotando a su costado.-Me palpita que aunque no cambie -respondió el otro haciendo saltar chispas a su yesquero para encender el cigarro.-No fumés, Juan -volvió a hablar el primero. Y dando vuelta la cabeza, mandó a otro jinete quelos seguía como a dos cuerpos: -Che, tirá vos también. Ya estamos cerca.-¡Dejate de amolar!...-¡Tire, canejo! -bramó el de la orden con voz dura, medio queriendo tornar su caballo y alzando el rebenque.-¡Está bien, José María! -exclamó el aludido arrojando el pucho y acercándose-. También vos - agregó después -, te calentás por...-Es que estamos muy cerca, viejo, y una macana de éstas nos puedecostar caro - respondió, ya sereno, José María.-Sí, pero también vos...-Bueno, ¿y qué? ¿Ahora querés pelear? -preguntó aquél, riéndose.El ofendido también se rió. Después, dijo:-¡Pucha, vos sos locazo!Envueltos en la oscuridad siguieron trotando.El nombrado José María era un hombre joven, más bien alto que bajo, de cara huesosa y labios finos donde se agarraba a gatas un bigote de coya. El otro,tirando a indio, era flaco y largo. De no ser por los estribos, sus pies, en el caballito criollo, no andarían lejos del suelo. Y el que iba detrás, viejo como de sesenta años ya, cruzada la cara por un tajo que le debió de haber rayado las muelas, era bajo y delgado...-Bueno, vamos a entrar por aquí - resolvió José María deteniendo su caballo frente a una tranquera que abrió sin desmontar.Pasaron,la dejaron abierta adrede y, en vez de tomar por el camino que de allí salía hasta unas poblaciones de las que los relámpagos empezaban a dejar ver el bulto, desviaron hacia unos ombúes. Al llegar a ellos, se apearon. Atados los caballos, esperaron con los ojos fijos en las casas. Reinaba profunda tranquilidad. Como el viento había calmado, hasta las hojas estaban quietas... Hacía rato queaguardaban, cuando una sombra se separó de la gran sombra de la Estancia, derecho a los ombúes.Un hombre alto, era. Se acercaba cojeando. Al llegar, cuchicheó.-Buenas, ¿vamos? -¿Cuántos hay?-Están los dos, no más. El patrón y los otros dos piones era verdá que se habían ido con la tropa.-¿Y los perros?-Apilaos. No ladró ninguno.-Está bien... Bueno, vamos.Y salieron los tres siguiendo al rengo que, cadavez más por lo bajo, íbales haciendo recomendaciones.Entraron por un galpón. Al llegar frente al cuarto de los peones, ya estaba todo dispuesto en buena forma. José María y el rengo cargarían al más fuerte; Juan, al otro, que era casi un gurí. José María abrió un poco la puerta, puso el oído para orientarse... Después retiró la cabeza y, sin hablar, hizo señas. El muchacho dormía contra la pared,su compañero, en el medio del cuarto. Había desaparecido el rengo. Volvió de la cocina con una candileja que entregó al viejo. Como de otro lado no había peligro, la encendieron, no más y, un instante después, desenvainadas las dagas, todos irrumpieron en el cuarto súbitamente iluminado por la luz que el viejo llevaba en la mano alzada.En ese momento, un tremendo trueno estremeció latierra.IIAmelia no podía dormir. Nunca se había quedado sola desde que se casó, ya hacía casi un año. Siempre que su marido salía de viaje, alguna de sus hermanas venía a acompañarla; cuando no Eulogio, su hermano, o su mismo tata. Pero como se hallaban tan atareados con la faena de cerdos, había pensado que era mejor ir ella a la casa de su padre hasta que volviera el esposo, cuya ausencia no sería menor de...
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