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Arthur Machen
Los tres impostores
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Este libro no podrá ser reproducido,
ni total ni parcialmente, sin el previo
permiso escrito del editor.
Todos los derechos reservados.
© Editorial Planeta, s. a., 2008
Avinguda Diagonal , 662, 6ª planta
08034 Barcelona (España)
Diseño de lacolección: Astrid Stavro
Fotografía de la cubierta: Magnum
Primera edición: Enero 2008
Depósito legal: B 32.654-2008
isbn 84-08-05402-3
Impresión y encuadernación: Liberdúplex, s. l.
Printed in Spain, impreso en España
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Prólogo
—¿Y Mr. Joseph Walters se quedará toda la noche?
—preguntó el hombre pulcro y bien afeitado a su acompañante, unindividuo de aspecto no muy cuidado, cuyos bigotes color jengibre iban a confundirse con un par
de patillas que le llegaban al mentón.
Esperaban ante la puerta de la casa, sonriéndose el
uno al otro con aire maligno. Un momento después una
muchacha bajó corriendo las escaleras y se unió a ellos.
Era muy joven, de cara graciosa e interesante, ya que no
hermosa, y de ojos pardos y brillantes.Llevaba en la
mano algo envuelto en un papel y se rió con sus amigos.
—Deje usted la puerta abierta —dijo el hombre pulcro al otro cuando salían—. Sí, por… —prosiguió, con
un atroz juramento—, dejaremos entreabierta la puerta. Tal vez quiera tener compañía.
El otro miró en torno, titubeando.
—¿De veras le parece prudente, Davies? —preguntó, con la mano puesta en la aldaba vieja y gastada—.
Creoque a Lipsius no le gustaría. ¿Qué dice usted,
Helen?
—Estoy de acuerdo con Davies. Davies es un artista
y usted, Richmond, un hombre vulgar y un poco cobarde. Dejemos la puerta abierta, por supuesto. ¡Qué lásti5
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ma que Lipsius haya tenido que irse! Se hubiera divertido mucho.
—Sí —respondió el elegante Mr. Davies—. Para el
doctor fue unapena que lo mandasen llamar del oeste.
Salieron juntos, dejando entreabierta la puerta del
salón, que estaba rajada, consumida por el hielo y la humedad. Se detuvieron un instante bajo el ruinoso soportal de la entrada.
—Bueno —dijo la muchacha—. Por fin hemos acabado. Ya no tendremos que correr tras las huellas del joven con gafas.
—Estamos en deuda con usted —le respondió amablemente Mr.Davies—. Lo dijo el propio doctor antes
de irse. Pero ¿acaso no nos quedan por hacer a los tres
unas cuantas despedidas? Por mi parte, delante de esta
mansión pintoresca y deshecha, me propongo decirle
adiós a mi amigo Mr. Burton, comerciante de antigüedades y objetos curiosos —y quitándose el sombrero, se
inclinó con un gesto exagerado.
—Y yo —dijo Richmond— me despido de Mr. Wilkins,secretario privado, cuya compañía, debo confesarlo, empezaba a ser algo aburrida.
—Adiós a Miss Lally y también a Miss Leicester
—dijo la muchacha, haciendo una deliciosa reverencia—.
Adiós a toda la extraña aventura. Ha terminado la farsa.
Mr. Davies y la joven parecían llenos de una torva
alegría. Richmond, en cambio, se atusaba nerviosamente el bigote.
—Me siento un poco trastornado —dijo—.Peores
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cosas he visto en los Estados Unidos, pero ese ruido que
hizo, como si gritara, me dio una especie de náuseas. Y
el olor... Pero siempre he sido de estómago delicado.
Alejándose de la puerta, los tres amigos se pusieron
a ir y venir despacio por lo que había sido un camino
enarenado, ahora lodoso y cubierto de musgo. Era unespléndido atardecer de otoño y el sol hacía brillar tenuemente los muros amarillos de la vieja casa abandonada, iluminando trozos de gangrenoso deterioro, así
como todas las manchas, las señales negras de la lluvia
y las cañerías rotas, los desgarrones en que asomaban
ladrillos desnudos, el llanto verde de un pobre laburno
al lado del porche y, cerca del suelo, los corrimientos de
la arcilla...
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