los jefes
JAVIER se adelantó por un segundo:
—¡Pito! —gritó, ya de pie.
La tensión se quebró, violentamente, como una explosión. Todos estábamos parados: el doctor Abásalo tenía la boca abierta. Enrojecía, apretando los puños. Cuando recobrándose, levantaba una mano y parecía a punto lanzar un sermón, el pito sonó de verdad. Salimos corriendo con estrépito, enloquecidos, azuzados por el graznido decuervo de Amaya, que avanzaba volteando carpetas.
El patio estaba sacudido por los gritos. Los de cuarto y tercero habían salido antes, formaban un gran círculo que se mecía bajo el polvo. Casi con nosotros, entraron lo de primero y segundo; traían nuevas frases agresivas, más odio. El círculo creció. La indignación era unánime en la Media. (La Primaria tenía un patio pequeño, de mosaicos azules,en el ala opuesta del colegio.)
—Quiere fregarnos, el serrano.
—Sí. Maldito sea.
Nadie hablaba de los exámenes finales. El fulgor de la pupilas, las vociferaciones, el escándalo indicaban que había llegado el momento de enfrentar al director. De pronto dejé de hacer esfuerzos por contenerme y comencé a recorrer febrilmente los grupos: «¿nos friega y nos callamos? ». «Hay que hacer algo». «Hayque hacerle algo».
Una mano férrea me extrajo del centro del círculo.
—Tú no —dijo Javier—. No te metas. Te expulsan. Y lo sabes.
—Ahora no me importa. Me las va a pagar todas. Es mi oportunidad, ¿ves? Hagamos que formen.
En voz baja fuimos repitiendo por el patio, de oído en oído: «formen filas», «a formar, rápido».
—¡Formemos las filas! —El vozarrón de Raygada vibró en el aire sofocante dela mañana.
Muchos, a la vez, corearon:
—¡A formar! ¡A formar!
Los inspectores Gallardo y Romero vieron entonces, sorprendidos, que de pronto decaía el bullicio y se organizaban las filas antes de concluir el recreo. Estaban apoyados en la pared, junto a la sala de profesores, frente a nosotros, y nos miraban nerviosamente. Luego se miraron entre ellos. En la puerta habían aparecido algunosprofesores; también estaban extrañados.
El inspector Gallardo se aproximó:
—¡Oigan! —gritó, desconcertado—. Todavia no. . .
—Calla —repuso alguien, desde atrás—. ¡Calla, Gallardo, maricón!
Gallardo se puso pálido. A grandes pasos, con gesto amenazador, invadió las files. A su espalda, varios gritaban: «¡Gallardo, maricón!».
—Marchemos —dije—. Demos vueltas al patio. Primero los de quinto.Comenzamos a marchar. Taconeábamos con fuerza, hasta dolernos los pies. A la segunda vuelta —formábamos un rectángulo perfecto, ajustado a las dimensiones del patio— Javier, Raygada, León y yo principiamos:
—Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio...
El coro se hizo general.
—¡Más fuerte! —prorrumpió la voz de alguien que yo odiaba: Lu—. ¡Griten!
De inmediato, el vocerio aumentó hasta ensordecer.—Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio...
Los profesores, cautamente, habían desaparecido cerrando tras ellos la puerta de la Sala. Al pasar los de quinto junto al rincón donde Teobaldo vendía fruta sobre un madero, dijo algo que no oímos. Movía las manos, como alentándonos. «Puerco», pensé.
Los gritos arreciaban. Pero ni el compás de la marcha, ni el estímulo de los chillidos, bastaban para disimular queestábamos asustados. Aquella espera era angustiosa. ¿Por qué tardaba en salir? Aparentando valor aún, repetíamos la frase, mas habían comenzado a mirarse unos a otros y se escuchaban, de cuando en cuando, agudas risitas forzadas. «No debo pensar en nada, me decía. Ahora no». Ya me costaba trabajo gritar: estaba ronco y me ardía la garganta. De pronto, casi sin saberlo, miraba el cielo: perseguía a ungallinazo que planeaba suavemente sobre el colegio, bajo una bóveda azul, límpida y profunda, alumbrada por un disco amarillo en un costado, como un lunar. Bajé la cabeza, rápidamente.
Pequeño, amoratado, Ferrufino había aparecido al final del pasillo que desembocaba en el patio de recreo. Los pasitos breves y chuecos, como de pato, que lo acercaban interrumpían abusivamente el silencio que...
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