Los niños y la muerte
ELISABETH KÜBLER-ROSS
LOS NIÑOS Y LA MUERTE
Luciérnaga
OCÉANO
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A Kenneth, Manny y Barbara, que me enseñaron a ser madre.
Dedico este libro también a los padres y niños que tan generosamente compartieron conmigo su amor
y su dolor, sus esperanzas y sus desilusiones.
Quiero expresar asimismomi profundo agrade- cimiento a los miles de padres, abuelos y hermanos que me hicieron partícipe de sus sentimientos cuando un niño padecía una enfermedad terminal, tras un suicidio o después de encontrar el cuerpo de un niño asesinado. Cada uno de ellos sobrellevó la carga de distinta forma, y ahora comparten la tristeza de la pérdida de un niño y rehacen su vida con compasión, comprensióny una mayor capacidad para amar.
Espero que este libro ayude a vivir con más ple- nitud y apreciar más la vida, mientras podamos com- partirla juntos.
El ser humano forma parte, con una limitación en el tiempo y el espacio, de un todo que llamamos «universo». Piensa y siente por sí mismo, como si estuviera separado del resto; es como una ilusiónóptica de la conciencia. Esa ilusión es una cárcel que nos circunscribe a las decisiones personales y al afecto hacia las personas más cercanas. Hay que traspasar sus muros y ampliar ese círculo para abrazar a todos los seres vivos y ala naturaleza en todo su esplendor.
Albert Einstein
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Pensamientos...Estoy en la sala de estar, tras pasar una larga semana en Nueva York, en un encuentro con unas ochenta y cinco personas, muchas de las cuales padecían una enfermedad terminal o tenían ante sí la miseria y la insensatez de la vida o del suicidio. Otras habían perdido un hijo o a su pareja, y algunas venían para cre cer, para apreciar la vida con más intensidad, osimplemente para «cargar las baterías» y trabajar mejor con quienes las
necesitan.
Y desde aquí, sentada delante de la máquina de escribir, veo por el ventanal azulejos y colibríes, un conejillo que cruza el patio, una salamandra que mira hacia la casa, y luego aparece un águila, sobrevolando los árboles del jardín. El paraíso debe de ser algo así: árboles y flores en un marco de vallesy montañas, con un cielo azul, un lugar apacible y
tranquilo que invita a descansar.
Pienso en los indios que recorrían esta tierra y despedían a sus muertos. Oigo sus oraciones al
viento y sus lamentos al paso de uno de sus niños.
Como si viese una película de aquellos tiem- pos, imagino la llegada de los colonizadores, de los jóvenes durante la fiebre del oro, con sussueños sobre el «Lejano Oeste», donde esperaban encontrar una tierra para trabajar, tener una familia y ganarse la vida. Veo sus caravanas, avanzando con dificul tad; a sus mujeres, abatidas, acaloradas y cansadas; las veo cocinando en una marmita y refugiándose de la tormenta. Las veo embarazadas y temiendo el viaje; oigo el lla nto del recién nacido, y veoel orgu llo y el sudor en la cara del padre que contempla a su primer vástago. Veo cómo la joven pareja cava una fosa en el camino hacia el Oeste y reemprende la lucha para sobrevivir, para empezar de nuevo, una y otra vez. En los últimos miles de años apenas ha habido cambios: los seres humanos siempre han lu- chado, esperado, soñado, triunfado,perdido y vuelto a empezar.
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En ese momento una mujer entra en mi sala para traerme algunas cosas y, al salir, mira la máquina de escribir y pregunta: «¿Cómo puedes haber escrito siete libros sobre los que se mueren y sobre la muerte?». Y se va, sin esperar mi respuesta. No deja de ser una curiosa pregunta. Las bibliotecas de medicina están atiborradas de...
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