Los Tres Jinetes Del Apocalipsis
Los Tres Jinetes del
Apocalipsis
Por G. K. Chesterton
El curioso efecto, a veces bastante molesto, que el señor Pond solía producirme, a pesar de su
estereotipada cortesía y su pulcra dignidad, debía estar relacionado con algunos recuerdos de
infancia y con la vaga asociación verbal provocada por su nombre. Era funcionario del gobierno y antiguo amigo de mi padre, y supongo que mi imaginación infantil había confundido el nombre del
señor Pond con el estanque que había en el jardín.1
Cuando me ponía a reflexionar sobre ello, él representaba un curioso parecido con el estanque del
jardín. En tiempos normales, Pond era tan tranquilo, tan nítido en su aspecto como brillante, por
decirlo así, en sus reflexiones ordinarias sobre la tierra y el cielo y la luz diurna corriente. Y, sin
embargo, yo sabía que había algunas cosas raras en el estanque del jardín. Una vez entre cien, uno
o dos días durante todo el año, el estanque presentaba un aspecto extraño, distinto; o bien, una
fugaz sombra aparecía en su llana serenidad, y un pez o una rana o algún grotesco ser viviente se
mostraba al cielo. Y yo sabía que también en el señor Pond había monstruos..., monstruos que
moraban en su mente y que salían un instante a la superficie, para hundirse de nuevo. Tomaban la
forma de grotescos raciocinios, en el meollo de todas sus suaves y racionales observaciones.
Algunas personas creían que se había vuelto loco de repente, en el curso de la conversación más
sensata. Pero también tenían que admitir que volvía de nuevo a recuperar, repentinamente, su
sensatez.
Quizá, también, esta tonta fantasía se había arraigado en la mente juvenil, porque, en ciertos
momentos, el señor Pond mismo se parecía a un pez. Sus modales eran, no sólo muy corteses,
sino también muy convencionales; todos sus ademanes eran convencionales, con excepción de
1
Pond, en inglés (N. del T.)
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1
uno, que consistía en tirarse la puntiaguda barba, y que parecía producirse principalmente cuando
se veía obligado a hablar en serio acerca de algunas de sus extrañas e inesperadas afirmaciones. En tales coyunturas, solía mirar fijamente hacia adelante, tirándose la barba, lo que provocaba el
cómico efecto de abrirle la boca, cual si fuera la de un muñeco con pelos de alambre. Este raro y
ocasional abrir y cerrar de boca, sin decir nada, presentaba una asombrosa similitud con el lento
movimiento bucal de los peces. Pero no duraba nunca más que contados segundos, durante los cuales, supongo yo, él se tragaba la indeseada proposición de explicar qué diablos había querido
decir.
Cierto día estaba el señor Pond conversando apaciblemente con Sir Hubert Wotton, el conocido
diplomático; encontrábanse sentados bajo unos toldos de alegres bandas, o sombrillas gigantes,
en nuestro propio jardín, y estaban mirando hacia el estaque que yo había asociado
perversamente con su persona. Daba la circunstancia que estaban charlando sobre una región del
globo que ambos conocían bien, y que muy pocas personas del oeste de Europa conocen: las
vastas llanuras de pantanos y marismas que se extienden entre Pomerania, Polonia, Rusia y el
resto, y que llegan, según tengo entendido, hasta los desiertos de Siberia. Y el señor Pond recordó que a través de una región de profundas marismas, atravesada por lagunas y perezosos ríos, corre
una solitaria carretera sobre un elevado terraplén con empinadas vertientes; una senda recta
bastante segura para el caminante ordinario, pero apenas ancha para que dos jinetes puedan
cabalgar juntos. Este es el principio de la historia.
Esta se refería a un tiempo no muy remoto, pero a un tiempo en que los ...
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