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Se sentaban en taburetes alrededor del fuego, fascinados por la abombada caldera, ambos absortos, aunque por motivos bien diferentes. Baldini gozaba viendolas brasas del fuego y el rojo cimbreante de las llamas y el cobre y le gustaba oír el crujido de la leña encendida y el gorgoteo del alambique, porque era comovolver al pasado. ¡Entonces sí que había de qué entusiasmarse!
Iba a buscar una botella de vino a la tienda, porque el calor le daba sed, y beber vino también lerecordaba el pasado. Y pronto empezaba a contar historias de antes, interminables.
De la Guerra de Sucesión española, en la cual había participado, luchandocontra los austríacos; de los camisards, a quienes había ayudado a hacer insegura la región de Cévennes; de la hija de un hugonote de Esterel, que se le habíaentregado, seducida por la fragancia del espliego; de un incendio forestal que había estado a punto de provocar y que se habría extendido por toda la Provenza, más deprisa que el amén en la iglesia, porque soplaba un furioso mistral; y también hablaba de las destilaciones, una y otra vez, de noche y a la intemperie, a la luz de laluna, con vino y el canto de las cigarras, y de una esencia de espliego que había destilado, tan fina y olorosa, que se la pesaron con plata; de su aprendizaje enGénova, de sus años de vagabundeo y de la ciudad de Grasse, donde había tantos perfumistas como zapateros en otros lugares, y tan ricos que vivían como príncipesen magníficas casas de terrazas y jardines sombreados y comedores revestidos de madera donde comían en platos de porcelana con cubiertos de oro, etcétera.
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