Materia gris
STEPHEN KING
Hacía una semana que pronosticaban el vendaval del Norte que se materializó el jueves, y a las cuatro de la tarde ya se habían amontonado veinte centímetros de nieve y no daba señales de amainar. Los cinco o seis de siempre estábamos congregados alrededor de la estufa en el de Henry, el único bar pequeño de este lado de Bangor que permanece abierto durantelas veinticuatro horas del día.
Henry no tiene mucha clientela –generalmente se limita a despachar cerveza y vino a los chicos de la Universidad— pero se las apaña y no hay un local mejor que el suyo para que los jubilados inservibles como nosotros nos reunamos e intercambiemos información acerca de los que han muerto últimamente y de cómo el mundo se va al diablo.
Esa tarde Henry estaba en labarra, y Bill Pelma, Bertie Connors, Carl Littelfield y yo estábamos encorvados alrededor de la estufa. Fuera, ni un coche se movía por Ohio Street, y los quitanieves tenían mucho trabajo. El viento arrastraba montículos que parecían la columna vertebral de un dinosaurio.
Durante toda la tarde Henry sólo había tenido tres parroquianos, y esto si contamos al ciego Eddie. Eddie tenía alrededor desetenta años y no es completamente ciego. En general, tropieza con las cosas. Viene una o dos veces por se mana y se mete un pan bajo la chaqueta y se va con una expresión que parece decir: he vuelto a engañarlos, estúpidos hijos de puta.
Una vez Bertie le preguntó a Henry por qué no le ponía coto a eso.
—Te lo diré –respondió Henry —. Hace algunos años la Fuerza Aérea pidió veinte millones dedólares para producir el modelo de un avión que habían diseñado. Bien, les costó setenta y cinco millones y el maldito trasto no despegó jamás. Eso sucedió hace diez años, cuando Eddie y yo éramos bastante más jóvenes y yo voté a favor de la mujer que patrocinó aquel proyecto. El ciego Eddie votó contra ella. Y desde entonces le pago el pan.
Bertie no parecía haber entendido muy bien la historia, perose quedó rumiándola.
En ese momento volvió a abrirse la puerta que dejó pasar una ráfaga de aire gris y frío, y entró un chico que golpeó las botas contra el piso para desprender la nieve. Lo identifiqué en seguida. Era el hijo de Richie Grenadine, y al ver su cara tuve la impresión de que acababa de pasar por un mal trance. Su nuez de adán subía y bajaba convulsivamente y sus facciones tenían elcolor de un encerado viejo.
—Señor Parmalee –le dijo a Henry, mientras los ojos le giraban en las órbitas como cojinetes—, tiene que ir a casa. Tiene que llevarle la cerveza e ir a casa. Yo no me atrevo a volver. Tengo miedo.
—Calma, calma –respondió Henry, quitándose su delantal blanco de carnicero y contorneando la barra—. ¿Qué sucede? ¿Tu padre ha agarrado una mona?
Cuando dijo esto recordéque hacía bastante tiempo que Richie no visitaba el mar. Generalmente venía una vez por día para llevarse una caja de la cerveza más barata. Era un hombre alto y gordo, con carrillos que parecían lomos de cerdo y brazos como jamones. Richie siempre había sido un bebedor empedernido de cerveza pero mientras trabajaba en el aserradero de Clifton la asimilaba bien. Entonces ocurrió algo –unatrozadora apiló mal la madera, o el mismo Richie preparó el accidente— y Richie abandonó el trabajo, libre y despreocupado, mientras el aserradero le pagaba la indemnización. Una lesión en la espalda. Sea como fuere, se puso espantosamente obeso. En los últimos tiempos no asomaba las narices por allí, aunque de vez en cuando veía a su hijo que venía a comprar la caja de todas las noches. Un chicosimpático. Henry le vendía la cerveza, porque sabía que el muchacho se limitaba a obedecer las órdenes de su padre.
—Sí, ha agarrado una mona –asintió entonces el chico—. Pero ése no es el problema. Es... es... Dios mío, qué horror.
Henry se dio cuenta de que iba a llorar, de modo que se apresuró a decir:
—Carl, ¿puedes atender un rato el negocio?
—Por supuesto.
—Ahora, Timmy, ven conmigo a la...
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