MUERTE CONSTANTE M S ALL DEL AMOR
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Al senador Onésimo Sánchez le faltaban seis meses y once días
para morirse cuando encontró a la mujer de su vida. La conoció en
el Rosal del Virrey, un pueblecito ilusorio que de noche era una
dársena furtiva para los buques de altura de los contrabandistas, y
en cambio a pleno sol parecía el recodo más inútil del desierto,
frente a un mar árido y sin rumbos, y tan apartado de todo que
nadie hubiera sospechado que allí viviera alguien capaz de torcer el
destino de nadie. Hasta su nombre parecía una burla, pues la única
rosa que se vio en aquel pueblo la llevó el propio senador Onésimo
Sánchez la misma tarde en que conoció a Laura Farina.
Fue una escala ineludible en la campaña electoral de cada cuatro
años. Por la mañana habían llegado los furgones de la farándula.
Después llegaron los camiones con los indios de alquiler que
llevaban por los pueblos para completar las multitudes de los actos
públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los
camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del
refresco de fresa. El senador Onésimo Sánchez estaba plácido y sin
tiempo dentro del coche refrigerado, pero tan pronto como abrió la
puerta lo estremeció un aliento de fuego y su camisa de seda
natural quedó empapada de una sopa lívida, y se sintió muchos
años más viejo y más solo que nunca. En la vida real acababa de
cumplir 42, se había graduado con honores de ingeniero
metalúrgico en Gotinga, y era un lector perseverante aunque sin
mucha fortuna de los clásicos latinos mal traducidos. Estaba casado
con una alemana radiante con quien tenía cinco hijos, y todos eran
felices en su casa, y él había sido el más feliz de todos hasta que le
anunciaron, tres meses antes, que estaría muerto para siempre en
la próxima Navidad.
Mientras se terminaban los preparativos de la manifestación
pública, el senador logró quedarse solo una hora en la casa que le
habían reservado para descansar. Antes de acostarse puso en el
agua de beber una rosa natural que había conservado viva a través
del desierto, almorzó con los cereales de régimen que llevaba
consigo para eludir las repetidas fritangas de chivo que le
esperaban en el resto del día, y se tomó varias píldoras analgésicas
antes de la hora prevista, de modo que el alivio le llegara primero
que el dolor. Luego puso el ventilador eléctrico muy cerca del
chinchorro y se tendió desnudo durante quince minutos en la
penumbra de la rosa, haciendo un grande esfuerzo de distracción
mental para no pensar en la muerte mientras dormitaba. Aparte de
los médicos, nadie sabía que estaba sentenciado a un término fijo,
pues había decidido padecer a solas su secreto, sin ningún cambio
de vida, y no por soberbia sino por pudor.
Se sentía con un dominio completo de su albedrío cuando volvió a
aparecer en público a las tres de la tarde, reposado y limpio, con un
pantalón de lino crudo y una camisa de flores pintadas, y con el
alma entretenida por las píldoras para el dolor. Sin embargo, la
erosión de la muerte era mucho más pérfida de lo que él suponía,
pues al subir a la tribuna sintió un raro desprecio por quienes se
disputaron la suerte de estrecharle la mano, y no se compadeció
como en otros tiempos de las recuas de indios descalzos que
apenas si podían resistir las brasas de caliche de la placita estéril.
Acalló los aplausos con una orden de la mano, casi con rabia, y
empezó a hablar sin gestos, con los ojos fijos en el mar que ...
Regístrate para leer el documento completo.