No leeas esto esta ala merd
de estar. La vi por última vez hace once años. Todavía tenía en esta esquina el botiquín que las
exigencias de los vecinos fueron modificando insensiblemente hasta convertirlo en una
miscelánea. Todo muy ordenado, muy compuesto por la escrupulosa y metódica laboriosidad
de Meme, que se pasaba el díacosiendo para los vecinos en una de las cuatro Domestic que
había entonces en el pueblo, o detrás del mostrador, atendiendo a la clientela con esa simpatía
de india que nunca dejó de tener y que era al mismo tiempo amplia y reservada; un complejo
revoltijo de ingenuidad y desconfianza.
Yo había dejado de ver a Meme desde c ecir con exactitud cuándo vino a vivir a la esquina con el doctor ni cómopudo ser
indigna hasta el extremo de convertirse en la mujer de un hombre que le negó sus servicios,
con todo y que ambos compartían la casa de mi padre, ella como hija de crianza y él como
huésped permanente. Por mi madrastra supe que el doctor era un hombre de mala índole, que
había sostenido un larg él. El retrato está todavía en el fondo del baúl, casi en el mismo sitio en que estuvoaquella vez. Es el daguerrotipo de un militar c
ondecorado. Echo el retrato en la caja. Echo la
dentadura postiza y finalmente el formulario. Cuando he concluido hago una señal a los
hombres para que cierren el ataúd. Pienso: Ahora está de viaje otra vez. Lo más natural es que
en el último se lleve las cosas que le acompañaron en el penúltimo. Por lo menos, eso es lo
más natural. Y entonces meparece verlo, por primera vez, cómodamente muerto.
Examino la habitación y veo que se ha olvidado un zapato en la cama. Hago una nueva señal a
mis hombres, con el zapato en la mano, y ellos vuelven a levantar la tapa en el preciso instante
en que pita el tren, perdiéndose en la última
vuelta del pueblo. «Son las dos y media», pienso.
Las dos y media del 12 de septiembre de 1928; casi la mismahora de ese día de 1903 en que
este hombre se sentó por primera vez a nuestra mesa y pidió hierba para comer. Adelaida le
dijo aquella vez: «¿Qué clase de hierba, doctor?» Y él, con su parsimoniosa voz de rumiante,
todavía perturbada por la nasalidad: «Hierba común, señora. De esa que comen los burros.»
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La verdad es que Meme no está en la casa y que nadie podría decir con exactitud cuándodejó
de estar. La vi por última vez hace once años. Todavía tenía en esta esquina el botiquín que las
exigencias de los vecinos fueron modificando insensiblemente hasta convertirlo en una
miscelánea. Todo muy ordenado, muy compuesto por la escrupulosa y metódica laboriosidad
de Meme, que se pasaba el día cosiendo para los vecinos en una de las cuatro Domestic que
había entonces en el pueblo,o detrás del mostrador, atendiendo a la clientela con esa simpatía
de india que nunca dejó de tener y que era al mismo tiempo amplia y reservada; un complejo
revoltijo de ingenuidad y desconfianza.
Yo había dejado de ver a Meme desde cuando salió de nuestra casa, pero la verdad es que ya
no podría decir con exactitud cuándo vino a vivir a la esquina con el doctor ni cómo pudo ser
indignahasta el extremo de convertirse en la mujer de un hombre que le negó sus servicios,
con todo y que ambos compartían la casa de mi padre, ella como hija de crianza y él como
huésped permanente. Por mi madrastra supe que el doctor era un hombre de mala índole, que
había sostenido un largo alegato con papá para convencerlo de que lo de Meme no revestía
ninguna gravedad. Y lo dijo sin haberla visto,sin haberse movido de su cuarto. De todos
modos, aunque lo de la guajira no hubiera sido nada más que una dolencia pasajera, habría
debido asistirla, apenas por la consideración con que se le trató en nuestra casa durante los
ocho años que vivió en ella.
No sé cómo sucedieron las cosas. Sé que un día Meme no amaneció en la casa y él tampoco.
Entonces mi madrastra hizo clausurar el cuarto y...
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