No Oyes Ladrar Los Perros

Páginas: 6 (1320 palabras) Publicado: 4 de mayo de 2015
NO OYES LADRAR LOS PERROS

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de
algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de
arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según
avanzaba por laorilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas
las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate
que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué
horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastrode nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se
recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban
las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido
levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían
ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
— ¿Cómo tesientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos
parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el
temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban
en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía
trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una
sonaja.
Él apretaba los dientes para no mordersela lengua y cuando
acababa aquello le preguntaba:
— ¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: «Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú
solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.» Se lo
había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.

Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada
que les llenaba de luz los ojos y que estirabay oscurecía más su sombra
sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara
descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. Y el otro se quedaba
callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se
enderezaba para volver atropezar de nuevo.
—Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro
estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye
ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme
que ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí.
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te
cuide. Dicen que allí hay un doctor.Yo te llevaré con él. Te he traído
cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben
contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a
enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre uncielo claro. La cara del
viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar
de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las
manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta
madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría
si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera
recogido parallevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la
que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo
más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y
sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le
alivien esas heridas que le han hecho....
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