Nosee
Los dos necesitábamos cosas que apuraran la noche y trajeran urgentela mañana. Yo me propuse suspender la gimnasia y lustrarme los zapatos; el viejo le daba vueltas al gula con la probable idea de llamar una ambulancia, y el cielo estaba despejado, y la noche muy cálida, y mamá decía entre sueños “estoy incendiándome”, no tan débil como para que no la oyéramos por entre la puerta abierta.
Pero esa era una noche tiesa de mechas. No aflojaba un ápice lacrestona. Pasar la vista por cada estrella era lo mismo que contar cactus en un desierto, que morderse hasta sangrar las cutículas, que leer una novela de Dostoiewski. Entonces papá entraba a la pieza y le repetía a la oreja de mi madre los mismos argumentos inverosímiles, que la inyección le bajarla la fiebre, que ya amanecía, que el doctor iba a pasar bien temprano de mañana antes de irse de pesca aCartagena.
Por último le argumentamos trampas a la oscuridad. Nos valimos de una cosa lechosa que tiene el cielo cuando está trasnochado y quisimos confundirla con la madrugada (si me apuraban un poco hubiera podido distinguir en pleno centro algún gallo cacareando).
Podría ser cualquier hora entre las tres y las cuatro cuando entré a la cocina a preparar el desayuno. Como siestuvieran concertados, el pitido de la tetera y los gritos de mi madre se fueron intensificando. Papá apareció en el marco de la puerta.
—No me atrevo a entrar —dijo.
Estaba gordo y pálido y la camisa le chorreaba simplemente. Alcanzamos a oír a mamá diciendo: que venga el médico.
—Dijo que pasaría a primera hora en la mañana —repitió por quinta vez mi viejo.
Yo me hablaquedado fascinado con los brincos que iba dando la tapasobre las patadas del vapor.
—Va a morirse —dije.
Papá comenzó a palparse los bolsillos de todo el cuerpo. Señal que quería fumar. Ahora le costaría una barbaridad hallar los cigarrillos y luego pasaría lo mismo con los fósforos y entonces yo tendría que encendérselo en el gas.
—¿Tú crees?
Abrí las cejas así tanto, ysuspiré.
—Pásame que te encienda el cigarrillo.
Al aproximarme a la llama, noté confundido que el fuego no me dañaba la nariz como todas las otras veces. Extendí el cigarro a mi padre, sin dar vuelta la cabeza, y conscientemente puse el meñique sobre el pequeño manojo de fuego. Era lo mismo que nada. Pensé: se me murió este dedo o algo, pero uno no podía pensar en la muerte de un dedosin reírse un poco, de modo que extendí toda la palma y esta vez toqué con las yemas las cañerías del gas, cada uno de sus orificios, revolviendo las raíces mismas de las llamas. Papá se paseaba entre los extremos del pasillo cuidando de echarse toda la ceniza sobre la solapa, de llenarse los bigotes de mota de tabaco. Aproveché para llevar la cosa un poco más adelante, y puse a tostar mis...
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