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largo tiempo...
Se pusieron a mirar entre las cruces, casi todas caídas, torcidas o
medio hundidas en la tierra. De pronto,descubriendo bajo un oscuro
ciprés lo que buscaban, y acercándose bastante, pudieron leer, a la luz de
sus propias cuencas vacías –aunque dificultosamente, a la verdad–, el
borroso epitafio delantiguo Celador del camposanto.
Tocaron, discretamente, en la losa. Dieron luego fuertes golpes en el
suelo, con los puños cerrados. Como nadie respondía tampoco, dobló el
espinazo uno de los presentesy acercando el hueco de la boca al hueco de
una de las grietas del terreno, lanzó por allí insistentes llamadas en voz alta.
—¡Pompilio! ¡Pompilio Udano! ¡Señor Pompiliooo!
Se deslizó él mismo,todo entero, por la grieta, y desapareció com-
pletamente de la vista. A poco pudo oírse el rumor de una animada con-
versación entablada en el fondo de la cueva, y no tardó en surgir de
nuevo elvisitante, a la vez que por una segunda grieta aparecía, un poco
más lejos, el propio señor Pompilio Udano.
Discutióse el asunto un buen rato, y Pompilio opuso una fría negati-
va a reasumir laresponsabilidad del orden y la paz del camposanto, pues
no se consideraba ya obligado a ello, dándose por muerto.
A causa de mi lamentada desaparición –explicó, con franca egolatría,
el señor Pompilio–,el camposanto fue definitivamente clausurado; desde
entonces, en todo ese tiempo, sólo una vez subí a la superficie, por un
rato, llamado, lo recuerdo, por el médico...
—¿Por el médico? –preguntaronvarias voces.
—Sí; ¿no saben que tenemos aquí un médico?
—No lo sabíamos; no lo sabíamos –respondieron, todos a la vez.
—Bueno es saberlo –añadió uno–. Aunque a mí nunca me duele
nada –agregó alpunto, tocando madera en una cruz vecina.
—¡Claro! –le replicó, sin más tardar, un amargado esqueleto allí pre-
sente–. ¡Claro! Si tú estás bien instalado en una tumba de las mejores; en
la más...
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