A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde esedía principia la edad de oro de Juan Peña.Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse encallado y tranquilo.Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estabanahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de laboca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso,mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen- la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar austed...-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un casofenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.En la oscuridad de la boca, Juanacariciaba su diente roto sin pensar.Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del"niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión...
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