obra
Nací en medio de la humareda y mortandad de la Segunda Guerra
Mundial y la mayor parte de mi juventud transcurrió esperando
que el planeta volara en pedazos cuando alguien apretara
distraídamente un botón y se dispararan las bombas atómicas. Nadie
esperaba vivir muy largo; andábamos apurados tragándonos cada
momento antes de que nos sorprendiera el apocalipsis,de modo
que no había tiempo para examinar el propio ombligo y tomar
notas, como se usa ahora. Además crecí en Santiago de Chile,
donde cualquier tendencia natural hacia la autocontemplación es
cercenada en capullo. El refrán que define el estilo de vida de esa
ciudad es: «Camarón que se duerme se lo lleva la corriente». En
otras culturas más sofisticadas, como la de Buenos Aires o NuevaYork, la visita al psicólogo era una actividad normal; abstenerse
se consideraba evidencia de incultura o simpleza mental. En
Chile, sin embargo, sólo los locos peligrosos lo hacían, y sólo en
una camisa de fuerza; pero eso cambió en los años setenta, junto
con la llegada de la revolución sexual. Tal vez exista una conexión…
En mi familia nadie recurrió jamás a terapia, a pesar de
que variosde nosotros éramos clásicos casos de estudio, porque
la idea de confiar asuntos íntimos a un desconocido, a quien además
se le pagaba para que escuchara, era absurda; para eso esta-
ban los curas y las tías. Tengo poco entrenamiento para la reflexión,
pero en las últimas semanas me he sorprendido pensando
en mi pasado con una frecuencia que sólo puede explicarse
como signo de senilidadprematura.
Dos sucesos recientes han desencadenado esta epidemia de
recuerdos. El primero fue una observación casual de mi nieto
Alejandro, quien me sorprendió escrutando el mapa de mis arrugas
frente al espejo y dijo compasivo: «No te preocupes, vieja,
vas a vivir por lo menos tres años más». Decidí entonces que
había llegado la hora de echar otra mirada a mi vida, para averiguar
cómo deseoconducir esos tres años que tan generosamente
me han sido adjudicados. El otro acontecimiento fue una pregunta
de un desconocido durante una conferencia de escritores de
viajes, que me tocó inaugurar. Debo aclarar que no pertenezco a
ese extraño grupo de personas que viaja a lugares remotos, sobrevive
a la bacteria y luego publica libros para convencer a los
incautos de que sigan sus pasos.Viajar es un esfuerzo
desproporcionado, y más aún a lugares donde no hay servicio de
habitaciones.
Mis vacaciones ideales son en una silla bajo un quitasol en
mi patio, leyendo libros sobre aventureros viajes que jamás haría
a menos que fuera escapando de algo. Vengo del llamado
Tercer Mundo (¿cuál es el segundo?) y tuve que atrapar un marido
para vivir legalmente en el primero; no tengointención de
regresar al subdesarrollo sin una buena razón. Sin embargo, y
muy a pesar mío, he deambulado por cinco continentes y además
me ha tocado ser autoexiliada e inmigrante. Algo sé de viajes y
por eso me pidieron que hablara en aquella conferencia. Al terminar
mi breve discurso, se levantó una mano entre el público y
un joven me preguntó qué papel jugaba la nostalgia en mis novelas.Por un momento quedé muda. Nostalgia… según el diccionario
es «la pena de verse ausente de la patria, la melancolía
provocada por el recuerdo de una dicha perdida». La pregunta me
cortó el aire, porque hasta ese instante no me había dado cuenta
de que escribo como un ejercicio constante de añoranza. He sido
forastera durante casi toda mi vida, condición que acepto porque
no me quedaalternativa. Varias veces me he visto forzada a partir,
rompiendo ataduras y dejando todo atrás, para comenzar de nuevo
en otra parte; he sido peregrina por más caminos de los que
puedo recordar. De tanto despedirme se me secaron las raíces y
debí generar otras que, a falta de un lugar geográfico donde afincarse,
lo han hecho en la memoria; pero, ¡cuidado!, la memoria
es un laberinto donde...
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