El maestro Shohei Imamura no es precisamente un alumno convencional de los grandes directores japoneses clásicos. Aunque pueda tener coincidencias temáticas con los Kurosawa, Ozu y compañía, ciertavisión humanista que lo emparente con ellos, Imamura va más allá. En las películas que nos han llegado de él, sobre todo a partir del gran éxito internacional que supuso esta balada de Narayama yposteriormente la anguila ( Unagi , 1997), e incluso en la anterior Eijanaika (Id, 1981), su interés va más hacia las cualidades animales que a las humanas. Una visión naturalista, casi entomológica,cercana más a –o incluso más allá de– un Zola o un Clarín que a sus teóricos maestros (lo digo desde un total desconocimiento de la literatura japonesa, aunque tengo entendido que autores como Nagai Kafu,Kosugi Tengai, Tayama Katai o Shichirô Fukazawa �autor de las historias en las que está basada esta película-, pertenecen a la corriente japonesa adscrita a este movimiento literario). Y en lapelícula que sublima este aspecto es precisamente la que ahora nos ocupa (1). Porque si en Lluvia negra (Kuroi ame, 1989), su otra gran obra maestra de los 80, por el tema tratado su mirada es más dulce(aunque tremendamente dura en muchos momentos, y cruel en las secuencias del bombardeo), por momentos la amargura y la crudeza con que retrata las penurias –y algunas alegrías– de sus protagonistas nosalejan de ellos, en el sentido de que asumir la existencia de gente en su situación es aceptar, no sólo nuestra propia impotencia, sino también nuestra indiferencia por los hechos que les acontecieron,sin dejar por ello de sentirlos además tremendamente cercanos. Bendita contradicción que ejemplifica el poder de sugestión de Imamura. Por no hablar de Doctor Akagi (Kanzo Sensei, 1998), en la que laobsesión, la abnegación, el sentido del deber y hasta el sacrificio no dejan de tener algo de patético y ridículo, a la vez que heroico. Es maravilloso este doctor, sí, pero cuantas tonterías hace y...
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